domingo, 29 de agosto de 2010

Escena

Para optar a un cupo en taller reportajes con Jon Lee Anderson en octubre de 2010, escribí una autobiografía exponiendo mi motivación. Una escena enterrada en mi corazón, de febrero de este año, me ayudó a explicar porqué quiero reportear la Medellín que amo, su guerra, sus muertos, sus sobrevivientes y, sobretodo, la vida, la resistencia. Aquí el primer párrafo y unas frases sueltas de lo que escribí entonces y lo que podría ser el inicio de mi reportaje.

Frío, envuelto en plástico blanco, tieso sobre una camilla con gotas de sangre y tierra. El pequeño de seis años llegó hasta la morgue cargado por dos mujeres. Las ojerosas, como les llama el vigilante, piensan en sus propios hijos al tomarlo de los pies y abandonarlo junto a otro muerto. No lloran, porque la diaria costumbre de recoger y descargar cadáveres les amelló el corazón, pero encogen los labios y se tapan la cara como lamentándose. Yo, la periodista, no puedo esconder el dolor y la angustia de tener, de frente, al protagonista de la noticia del día: Niño muere víctima de la disputa entre “combos” en Medellín. Me retiro de la puerta, también ensangrentada y polvorienta, y le ruego al camarógrafo que no le grabe el rostro, que no intente descubrirlo, que no tome sus heridas.


El estruendo de su cuerpecito duro cayendo sobre el aluminio retumba en mi cabeza. Pienso, por un instante, que quizá está vivo. Lo deseo. Imagino a su madre enloquecida. Me parece escuchar las ráfagas del fusil que, desde niña, conocí en las calles de Bello y Medellín. Creo que todos los hombres que he visto morir, sus madres, huérfanos, viudas y desterrados, pasan por mi mente. Siento un dolor hondo y, como las ojerosas, apreto la boca conteniendo las lágrimas.


Muertos y desaparecidos vienen a mi mente la noche del 20 de febrero, cuando, sin ser mi primera vez frente a un cadáver, siento el hielo de la muerte en mis huesos y el pesar de la pérdida de la vida. La  guerra y las víctimas hacen presencia en mi corazón de niña, en mi inquietud de estudiante universitaria, en mi vocación de periodista. Para sopesar la carga de nacer, crecer y vivir en la violenta y a la vez amorosa Medellín, me ocupo también de hablar de cultura.  Dulce y dolorosamente, don Carlos, el aventurero; doña Amanda, la campesina; Carlina, la indígena; Amparo, la desplazada; me confían sus historias y sus duelos. Les hablo de la memoria y, esa madrugada cuando los forenses abren el cuerpecito del pequeño, oro por sus difuntos, celebro conocer los sobrevivientes y me alegro de elegir el periodismo como opción de ser ciudadana en un país con cincuenta décadas de violencia sin cesar. 

lunes, 16 de agosto de 2010

Contra las comunas de Medellín

Agotado, impaciente, impotente contra la mafia, el alcalde de Medellín pide, frente a las cámaras de televisión, que el gobierno nacional lo ayude en la lucha contra los “combos” que se disputan la ciudad, a ráfagas de fusil, por las rentas del narcotráfico y las extorsiones. El ministro de Defensa, radiante estrenando cargo, vuela para atender el llamado y programa un consejo de seguridad el fin de semana. Balaceras diarias, desapariciones, desplazamiento forzado, violaciones, suspensión de clases escolares, piquete de buseteros, asesinatos de jueces, muerte y más muerte en la “ciudad de las oportunidades”.
Medellín, a decir del gobierno, pasó del miedo a la esperanza. Pero en sus calles, en especial en los sectores más poblados y marginales, los minutos pasan dejando una sensación contraria: zozobra y desconfianza. Como en los años noventa, los narcos tienen el poder, y el Estado, esforzado en llevar más educación y cultura a los barrios, se muestra alarmado frente a la fuerza de las armas. La población civil ruega por sus vidas; y los jóvenes exigen, a ritmo de tambores, no más asesinatos de líderes culturales –van tres este año–, y que la alcaldía cumpla su promesa de crear una escuela de hip hop en la Comuna 13, epicentro de la sangrienta confrontación armada entre los herederos de Pablo Escobar.

"Creemos que falta lo peor”, dice un líder comunitario de ese sector cubriéndose los ojos, después los oídos, al escuchar una explosión al lado de su casa. A quinientos metros de una de las once bases militares de la Comuna 13, el señor le cuenta a Página/12 que los días y las noches se le van en rezos para que cesen las balas. “Es horrible, los pelaos de los combos se amenazan, empiezan gritando de un morro a otro que te voy a descuartizar y no sé qué más cosas horribles, horribles; entonces uno ya sabe qué sigue, bala, tan, tan, tan, una hora, dos, tres horas; y cuando paran, ahí sí salen los soldados de sus trincheras no digamos que a recoger los muertos porque la misma comunidad es la que se los lleva.”
Rodrigo Rivera, el ministro; Oscar Naranjo, director de la Policía; Edgar Cely, comandante de las Fuerzas Militares; Fernando Pareja, vicefiscal general de Colombia; y Alonso Salazar, el alcalde, deciden, durante el consejo cerrado, que lo mejor es “buscar medidas para enfrentar las bandas asociadas al negocio del narcotráfico, mediante la puesta en operación de fuerzas especiales que involucran a todos los niveles del servicio público de seguridad”. Operación Orión viene a la cabeza de los ciudadanos: cientos de inocentes asesinados y desaparecidos en la Comuna 13, en 2002, cuando Alvaro Uribe llegó al poder y decidido a acabar con una situación similar ordenó una respuesta militar. “Ejército Nacional descarta militarización de la Comuna 13”, dicen los titulares de prensa de ayer. “En este momento no es viable; la aproximación que se va a hacer es un esfuerzo interinstitucional, todo va a ser en equipo”, explicó el general Alberto Mejía. Muy agradecido, el mandatario local celebra la prontitud con que atendieron su SOS, que Naranjo traiga 800 policías más a la ciudad y que se cree un Centro Integrado de Intervención en la Comuna 13.
Sus funcionarios, mientras tanto, recorren la zona promoviendo el juego y el deporte. Quieren “ratificarles el acompañamiento a los habitantes de esta zona del centro occidente de la ciudad y manifestarles que ante las situaciones que buscan afectar el orden público, la Alcaldía de Medellín está presente para brindarles seguridad”.
“Muy bueno, pero el lunes (hoy) cuando se vayan, quién va a evitar que se prendan a plomo los pelaos”, le dice a este diario el ciudadano de la Comuna 13 que, señalando un periódico de la semana pidiendo que reserven su nombre, “como esta profesora que habla de lo que sufren los estudiantes; es que aquí los que estamos llevando somos los civiles, no puedo decir que estamos solos, porque policía y ejército sí hay, pero no puedo decir al servicio de quién”. Alias Sebastián y alias Valenciano, capos de la Oficina de Envigado, que nació en los ochenta al mando de Escobar, son los líderes de los 14 grupos delincuenciales enfrentados entre sí en las pendientes estrechas de la Comuna 13. Sus balas han alcanzado, siempre en confusas circunstancias, a tres raperos del sector que, desde la cultura, lideraban proyectos para quitarles combatientes a los narcos.
Enrique “Kolacho” Pacheco, Andrés Felipe Medina y Marcelo “Chelo” Pimienta son los muertos de un grupo de setenta jóvenes que, a dos cuadras del lujoso salón donde se desarrolló el consejo de seguridad, detienen el tráfico tomados de las manos. “Estamos en el medio, nos están matando, pedimos que hagan algo; esperamos que las cosas cambien y que, como prometieron cuando mataron a Kolacho, nos den recursos para la escuela de hip hop, que nos acompañen”, explica Fabián Abad en la calle San Juan con su voz ronca de rapero y un tambor retumbando que en la noche, cuando regrese a la Comuna 13, le servirán para apaciguar el estruendo de las balas y el silencio de las autoridades.
Publicado en Página/12. Lunes 16 de agosto de 2010.

jueves, 12 de agosto de 2010

Sobrevuelo




En julio, saliendo de la ciudad, metiéndome entre sus nubes largas de bordes redondos, a mí me gustó más Medellín y me tragué de ese paisaje verde y colorado.


Pude ver, primero, los muchos barrios de Belén sin separación alguna, uno seguido de otro y recorridos por buses coloridos. Más al occidente se distinguía poco porque, a las seis de la mañana, no estaba muy despejado. Viendo esos trazados bruscos, enormes canchas de tierra en Manrique, las piscinas fluorescentes del Estadio, el río cafecito claro, los cerros puntudos, los carros de un lado a otro, el cielo tierno y aclarando, me sentí como si, de niña, me asomara desde el techo al solar de mis abuelos. Desde allá uno veía, con la tranquilidad de un pueblo, la colcha extendida al lado, la chocolatera secándose al viento, un juguete viejo nadando en la quebradita, y se escuchaba la charla de las tías y la carrilera del vecino.


El ruido del helicóptero apagaba la voz de la ciudad, pero yo me imaginaba las primeras bocinas del día, una ambulancia por la Oriental, el susurro del Río Medellín, los timbres en los colegios, los campanazos en las iglesias y uno que otro tiro de revólver, fusil o minussi.


En el minuto cinco, pasé sobre la ciudad universitaria y me imaginé allá adentro; me vi muy pispa recibiendo el sol tibio bajo las ramas de un árbol de mango bicentenario.


Y ahí mismo estábamos por la zona norte. El paisaje era más denso y, si hubiera tenido un contador de ladrillos naranjados, la aguja se habría reventado. Señalaba los barrios mentalmente y apenas fuimos volteando como hacia Guarne, encontré unas tierras inimaginadas. Unas mesetas de tierra amarrilla, billares, barrancos y casas pobres. Ahí, antes de terminarse Santo Domingo, mis ojos descubrieron porqué un peligroso sector de la comuna 1 se llama La Silla. Era la cima de Medellín, pero, hacia el norte, no era más que un rastrojo en voladero descolgándose por metros y metros hasta la autopista que lleva a Bogotá. El helicóptero tomó altura; yo volteé la cabeza para no perderme otro trozo de paisaje mientras buscaba, con nostalgia, el barrio y el coliseo donde crecí. Los vi. Entonces, supe que salíamos de Bello y busqué un lago grandote que visité a los diez años. Había morros de piedras y arena a su alrededor, y el agua, como verdosa con gris, se notaba mermada y, quién lo pensara, deprimida. Supuse que no quedaban peces salarines. Sentí pesar; la imagen me mostró que pasaron muchos años desde que fui una niña. Así es. Medellín tampoco es la misma de antes.

Medellín, te amo

Pensando de qué puede una pueda una -mujer, 26 años, cabello oscuro, lacio, largo, madre, ojos grandes y rasgados, uñas cortas, periodista con problemas de visión, blancura en el cuerpo, calzado 39, tatuaje diminuto- escribir para su propio blog, me motiva esta ciudad, Medellín, y el amor y el dolor que me provoca. Con cierta regularidad contaré episodios, personajes, escenas y otros que, en la cotidianidad de habitar un valle de fiestas y lágrimas, me tope y consiga concretar en palabras. Seguro, para no agobiar de tema urbano, de vez en cuando compartiré notas periodísticas de otras clases y algunos clasificados. Me doy la bienvenida y me deseo no perecer en el intento.