jueves, 28 de abril de 2011

Circo de locos

Conocí un circo de locos. Llegué, primero, al hospital psiquiátrico más grande de Buenos Aires. Después, al Frente de Artistas; y, tras horas de merodear el manicomonio, repartir cigarrillos entre los pacientes y tocar sin éxito la puerta del director, me topé el taller de circo. Tenía la tarea de construir un relato para el curso Reportajes con Jon Lee Anderson, quien nos esperaba -a diez periodistas sudacas que volamos a Argentina para aprender de lo suyo- con escenas en mano, entrevistas a transcribir e ideas a defender. Como buena terca, no me fui del hospital así La Radio Colifata estuviese cerrada; tenía que atrapar una historia y esta fue la que logré gracias a la gentileza de Circo Manija y el Frente de Artistas del Borda. 




I


Es una sirena. Está en el agua, sumergido en el océano tibio meneando la cola. “Una sirena varón”, aclara. Y está en el trapecio, agarrado de pies y manos a la cuerda con los tobillos arriba, la cabeza al piso y el torso encorvado. Éver se prepara para la función del viernes. ¿Sirena de río o sirena de mar?, preguntó a la coordinadora del circo cuando le pidió la posición del arco. “La que vos querás”, fue la respuesta. “Quiero ir al mar”, dice Éver con los ojos cerrados enredado en el único columpio del manicomio. Está en el mar y está en el Hospital Neuropsiquiátrico José Tiburcio Borda, en Buenos Aires, Argentina.

Con cincuenta años, una barba pobre, ojos chinos, metro y medio de estatura, gorro de lana, piel trigueña y sonrisa inocente, este boliviano es ahora trapecista. Circo Manija es su compañía y Laura Tugentman su coordinadora. Esta tarde, mientras Éver ve la arena del Caribe, Dani corre sobre un rodillo, Víctor trepa por la tela, Cristian juega con los aros, y Pablo, sin dejar de mirarla, desliza una pelota roja por sus brazos largos y flacos. También está Maxi, que tiembla y se ve inquieto pero concentrado en su entrenamiento. “Un, dos, tres, cuatrooooooo”, repite para conseguir el malabar con tres pelotitas: blanca, azul y roja. Cuando lo logra, abre la boca y como del estómago le sale una carcajada honda. Entonces, enseña sus dientes negros y podridos.

Es el galpón del Frente de Artistas del Borda, un salón amplio, ocupado por pinturas, graffitis, maniquíes, pinceles, pelucas, balones, tambores, propaganda política por la desmanicomialización, fotos y películas, libros, lienzos. Atrás, queda el pabellón 74, donde los internos aprenden computación; a un costado está la torre de agua, y diagonal, el patio de Radio La Colifata, grupo de comunicadores e internos que realizan radio en vivo cada sábado.

Esta tarde, cuando la primavera trae un viento fresco y el sol pega suave en las ventanas de este salón, hay unas treinta personas reunidas. Algunos son pacientes internados, otros solo van de día; unos esquizofrénicos y otros bipolares; algunos, como Lili, tan solo dormidos. La mujer babea acostada sobre una cama redonda, brillante y color violeta que le da al lugar ese aire de burlesque. Los chicos del Frente de Artistas no saben cuál fue la dosis de medicina de Lili –es tarea del enfermero- pero aseguran con tristeza que la ven sobremedicada y que en el galpón casi nunca está despierta. Pero está limpia, le huele bien el cabello, sus zapatos no están rotos, tiene sostén, la piel sin heridas, trae una chaqueta en perfecto estado y sus dos calcetines son iguales, aunque ella no se entere.

En el ala derecha, donde el equipo de pacientes y artistas recordaba su última experiencia al salir del hospital para presentar el show, hay una mesa alargada y, en el medio, la yerba mate marca Cruz de Malta, una pava con agua caliente, vasos y bombillas. Alrededor están los que por primera vez se acercaron al taller de circo. Esteban, otro enfermo mental, se sirve mate y fuma cigarrillo. Dice que está cansado cuando lo invitan a moverse. Se toma una mano con la otra y las pone entre sus piernas; agacha la cabeza sin bajar la mirada; mueve sus ojos desesperado y habla solo. Laura y Fernando, el psicólogo del taller de circo, le insisten para que se integre. El chico se va pero antes, como es común en este manicomio, pide cigarrillos.









II


Hace dos años, Fernando y Laura se unieron a un centenar de músicos, dibujantes, radialistas, bailarines, malabaristas, psicólogos, poetas, fotógrafos y pintores que, con la consigna de desmanicomializar este hospital y devolver la dignidad a los enfermos mentales, ofrecen once talleres artísticos a los que, como Éver, viven otras realidades. Sobre todo, los convocan el abandono, la soledad, el descuido en sus ropas y, más allá, su interior. Si sos paciente del Borda, no tenés carné de identidad ni reloj. Quién eres y la noción del tiempo se pierden en un lugar como este, reverdecido pero triste; que huele a orines, a mierda en los prados al calor del sol, a cigarrillo en los ascensores y a alcohol en la oficina del director. En esta manzana amplia viven, separados en bloques blancos y grises, los locos asesinos, los locos sidosos, los locos peligrosos y los locos normales. Algunos de los que no están amarrados cruzan la malla en las madrugadas para encontrarse con las residentes del edificio del frente -Hospital Braulio Moyano-, el psiquiátrico de mujeres. Qué hacen los pacientes en sus supuestos encuentros nocturnos no es tema de conversación en el Frente de Artistas, que poco se fija en las morbosidades de la enfermedad mental.

A cambio de su trabajo cultural y político, del Hospital, la Municipalidad y el gobierno argentino, el Frente recibe cero pesos. Por eso lo llaman resistencia. Tras terminarse la última dictadura argentina, en 1983, Alberto Sava fundó este colectivo. Ese año el nuevo gobierno de la Argentina lo invitó a construir una propuesta de desmanicomializar el país, empezando por Buenos Aires. Hoy 10 de las 24 provincias argentinas no tienen manicomios, pero la capital sí. Alfredo lo cuenta desde la sede del Frente de Artistas del Borda, unos cinco metros cuadrados tras una puerta que amigos de Consulta Externa les cedieron a los artistas hace diez años. Pinturas logradas en sus talleres, comunicados que critican el centro cultural del hospital por estar en manos de siquiatras y no de artistas, papeles y mesas amontonadas junto a la cafetera, se ven en el estrecho lugar. Ahí, de mañana a noche, Alberto pasa sus días coordinando un equipo al que no puede pagarle pero sí comprometer.


Calvo y canoso, Alberto luce convincente cuando recuerda la primera experiencia, en la Europa del siglo pasado, que abolió los manicomios como lugares para recuperar la salud mental. “Es un deterioro mayor estar acá, la comida es mala, la atención a la salud física peor, la higiene es deprimente”, explica enérgicamente, sacudiendo la mano. Esto es, en términos suyos, acabar con la violación al derecho a la libertad de los sufrientes mentales, que reciban atención, sí, pero integral, y que en casos de crisis pasen por el internado pero no de por vida, como hoy por hoy, sucede en el Borda.

Carlos Moretti, que estuvo dos años internado en este hospital y se recuperó gracias al taller de pintura, puede contarlo muy bien. Tiene 66 años, una cadena amarrada al cinto para no perder las llaves, y unos ojos brotados que se destacan en su cara diminuta y entre su cuerpo pequeño y delgado. Por razones que no quiere recordar, el hombre llegó al siquiátrico. “Tuve mis ventajas, porque nunca me fui de la realidad y fue por eso que pude ver las violaciones a los pacientes, el maltrato físico, cuando los amarran a las camas por protestar”, cuenta el señor, ahora coordinador del taller de pintura. Lo más horrible de su vida lo vio y vivió aquí, tercer piso, pabellón 17, año 2000.

En la esquina Norte, a un costado del pabellón penitenciario donde están detenidos los locos criminales, queda la morgue. Los muros son grises y, como casi todas las paredes de los 17 pabellones construidos hace 150 años, están sucios y deteriorados. “Ahí llevamos a los viejos a que se mueren, que no son pocos, eh, y los guardamos en la nevera, por supuesto sin ropa; esperamos ubicar un pariente y si no aparece no hay cristiana sepultura, solo se entierra donde se pueda”, dice Paco, jefe enfermero barrigón, con bata blanca y bluyín roto, que lleva 25 años en el Borda, y repite sin parar que su mente está bien, está bien, está bien.

“Si yo quiero hacer pis, puedo ir al baño; ellos no, aunque lo tengan al lado, ellos no están bien, su mente no está bien, la mía… perfecta”, comenta sonriendo y señalando internos por los pasillos fríos. Mira, con unas arrugas, unas ojeras profundas y algo de desprecio, a todos los pacientes que le pasan por el lado. Enfermero quiso ser porque como cocinero se le terminó el contrato cuando empezó a concesionarse a los privados. ¿Qué hacés, Paco? Le dicen médicos y administrativos al pasar. Paco responde con alegría, pero el gesto le cambia cuando se asoma un paciente.





III

Un chico arrastra los pies; tiene cresta, lágrimas, mirada a cualquier lugar; la ropa sucia y rota, y un olor que provoca náuseas. Paco se tapa la boca y la nariz y comenta que los drogadictos también son huéspedes del Borda. En el taller de circo, al otro lado del Hospital, poco saben de la enfermedad de cada quien. “No nos interesa; los rótulos nos dañan. Les ofrecemos estos talleres porque creemos que como cualquier persona merecen vivir mejor, y no nos fijamos en si sos maniaco o qué, porque precisamente estamos devolviendo a cada uno su subjetividad, su valor”, explica Fernando Stivala, licenciado en piscología que engrosa la lista de miles de voluntarios que por 26 años han pasado por el Frente.

Laura, su compañera, pedalea todos los martes por las calles de Buenos Aires hasta llegar a Constitución, la estación de trenes que está a cinco cuadras del Hospital Borda. Ahí, donde los rostros ya nos son blancos ni los pelos rubios, la actriz hace una parada. Breve, eso sí, porque no es lugar seguro, menos para los locos que, cuando se saltan los muros del siquiátrico más importante de Buenos Aires, llegan a la tumultosa estación a comprar celulares y radios y, dice Paco, también sexo. A eso, Laura no le teme; le molesta que abusen de los pacientes para venderles cuanta cosa ocurre, pero celebra que salgan del hospital. Hoy llega al Borda a la una de la tarde. Trae la buena noticia de que el fin de semana, en las afueras de Buenos Aires, participarán de una convención circense. 

Tiempos de Máquina es la obra que preparan cuidadosa y amorosamente como un equipo. Laura se ocupa de perfeccionar la sirena en el cuerpo de Éver; Fernando coordina el circuito, un ejercicio para calentar que después presentan como primera escena. Todos en círculos se tiran pelotas, primero uno, al final diez; después, se lanzan pastillas; todo es mecánico “porque así es su vida acá, levantarse, comer, tomar la droga, fumar y dormir”, dice Laura, mujer de treinta años que, para ganarse la vida, es actriz y profesora. Como todos los del Frente, este es su segundo trabajo sin intercambio económico pero sí artístico y político. Su postura, claramente, es de denuncia frente a lo que consideran violaciones a los derechos humanos de los sufrientes mentales en los manicomios.

Lo más importante, destacan todos al contar su historia, es salir a la calle. Marcelo se muere de ganas. “Llévame, llévame”, dice llorando y golpeando la puerta. “Abrime, abrime”, le pide al grupo que, dentro del galpón, discute la logística para la salida. La de Marcelo es una enfermedad irreversible. No dicen cuál, pero sí apretan los labios mostrándose preocupados. Es blanco, treinta años, pantalón mojado, olor a orín, camisa desabrochada y dientes sucios. Quiere atravesar los muros del Borja pero no tiene permiso.

Quién consigue las firmas, qué enfermero irá con ellos, lo resuelven tomando mate y entre locos y cuerdos. Para organizarse, el Frente se reúne dos veces al mes en Asamblea. Víctor, estrella del show con las telas, opina aunque no se le entiende. “Repetí, Víctor”, le dice el psicólogo sin afanes. El lenguaje, por los años de encierro y soledad, lo perdió antes de conocer el arte. Ahora habla también en el taller de teatro, asiste al de música y quiere siempre salir. Recorre Capital Federal y Mar del Plata de la mano de los artistas, se le ve en los boliches en las fotos de facebook pelando la sonrisa mueca y feliz. Circo Manija se presenta en el Circo del Aire. Perú 856. San Telmo, dice el afiche a la entrada del galpón. No olviden llevar toallas, ropa, jabón, celular los que tienen, pide Laura en voz alta. Éver, que la escucha desde el columpio, regresa del mar para gritar cigarrrrrrrrillos, no olviden los cigarrillos. Y abandona lo que fue su cola volviendo los pies a la tierra.


Texto publicado en www.lavidaafuera.comBlog de la Revista Universidad de Antioquia