viernes, 14 de octubre de 2011

Don Joaquín

Hace unos meses que trabajo con el Museo Casa de la Memoria. Es en Medellín. Se está construyendo. Y, como parte del ejercicio de mostrar porqué es importante la memoria histórica en este país de guerras mientras se alista el edificio, me pidieron relatar el caso de una víctima: Don Joaquín. Para mí, fue un alto en el camino. Ya cuando había renunciado al periodismo, digamos, del que venía - tropel aquí, víctimas allá, masacres y desplazamientos- esto fue un regalo. Como siempre, que una persona te cuente su vida apenas conociéndote es una combinación de confianza con esperanza que a una aspirante a cronista le atemoriza no poco. 


Preguntar, tomar nota, teclear, observar o, mejor dicho, lo de siempre para esta reportera, dijéramos, urbana, fue esta vez asombrosamente diferente. Sin melodramas, Don Joaquín me fue soltando lo más duro de su búsqueda incesante por dos hijos que, quién sí sabe, fueron desaparecidos por manos ilegales - legales: el Ejército. Mi primera vez con falsos positivos, de los que evité escribir para Página/12, de los que me hacían cerrar el periódico cuando empezó el escándalo. De los que, aún más después de conocer a Don Joaquín, me parecen que no se dimensionan en su magnitud política, jurídica y social. 


Tal vez porque había falsamente renunciado a escribir más de conflicto y víctimas, y porque el tema es uno de los menos tratados en mis textos, fue que en esta entrevista tuve dolor de estómago y casi no logro escribirla. Fue aceptar que, aunque con dolor, la narración sana para ellos y para uno. Al final, entonces, con todo lo que produjo el encuentro en mí, incluido revivir el recuerdo de mi tía ausente -asesinada por la guerrilla- y mi abuelo campesino -tan noble y tímido con Don Joaquín-, me decidí por escribirle una carta al protagonista. Una versión no finalizada fue publicada en Universo Centro. En este blog incluyo, al final de esta entrada, los cambios recientes.


¿Y qué me pasó? Llorando antes de escribir, sentí, quizá por primera vez, el peso de la ausencia de mi tía. No se compara Don Joaquín, y eso me dolía más, y más y más cuando pensaba en las más y más y más víctimas del conflicto. Ya no era en el estómago sino como por donde se siente un punzón cuando viene el desamor. ¿Qué parte será esa? Si yo lo sentía así, como serían Don Joaquín, doña Amanda, María Teresa, Alejandro, doña Socorro, doña Mery, don Orlando, doña Mariela, tantos dones y doñas que me han confiado sus pesares. 


Pensando en Don Joaquín, supe que tenía una deuda con mi propia historia y la memoria de mi tía. Aún la tengo. Y maldije a quienes no me permitieron compartir más con ella. Tan solo recuerdo una paleta fría que me compró en La Ceja, y la foto de su velorio que todos me describieron cuando, pequeñita, empecé a preguntar por su vida: aporriada el pecho, marcas de zapatos en la espalda, morado el cuello y dos huérfanos inconsolables. La niña fue mi hermana durante años, y el niño se refugió en casa de otra tía. Si a mi me pasa algo... Fueron las últimas frases que dijo mi tía a mi madre por teléfono antes del horror. Si a mi me pasa algo... Pienso yo ahora.


Entendí que a mí, que no soy de armas ni violencia, me queda el camino del recuerdo para hacer justicia así no sea en tribunales sino en la historia. Así no sea la nacional, sino la de mi familia, que no olvida a la gran Lucía, su rostro perfecto, su risa de niña, sus andanzas. Me queda la palabra, la palabra pública, para lograr, además de recopilar recuerdos, una catarsis de lo que ser colombiano. Quién, diré para no ir más allá, que haya crecido en los años noventa en esta Medellín no tiene un amigo asesinado. Pero, vuelvo y digo, a veces eso no es nada. Vidas enormes como la de Don Joaquín nos muestran de dónde resurgen, en medio de tanta pérdida, el amor y la fe que nos mantienen en pie. Gracias pues, don Joaquín, porque permitirme llorar un poco junto a usted, soñar con usted, traerme de vuelta a mi tía Lucy, y darle, porqué no, esperanzas al camino.


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Medellín, septiembre de 2011



Don Joaquín,

Sus ojos aguados y su sombrero —y sus manos grandes, su hablar pausado— me recuerdan a mi abuelo. Sus dos hijos muertos, también. Él era negro como usted y sus dos muchachos, a quienes conozco en fotos. Fotos de desaparecidos. O sea, fotos tipo documento, rostros en primer plano, últimas miradas vivas, ropas coloridas, relatos dolorosos, episodios confusos. Son fotos pegadas a documentos. Papeles que, en sus ires y venires de buscar justicia, resultaron paseando por Antioquia y Santander en una carpeta grande, ajada y café. Derechos de petición. Números telefónicos. Fechas señaladas. Remisiones de organismos públicos. Nombres de fiscales, defensores públicos y, por supuesto, amistades. Anote mi número, le pido. Los papeles se mezclan como sus sentimientos de pérdida, sus deseos de encontrar la verdad, su fe en un Dios que escuchará sus súplicas y su confianza en un gobierno que lo ayudará en la tierra.

Usted, según me explica pacientemente esta tarde sin nubes en un parque de Medellín, sigue tras el rastro de su hijo Léider y acaba de enterrar a Joaquín, el que —tras años de insistencia— rescató del olvido entre un arrume de civiles asesinados por el Ejército. Qué valiente, pienso de usted mientras me cuenta cómo recogió dinero para el pasaje, viajó hasta Cimitarra, reconoció a Joaquín en una camilla fría, volvió a Medellín sin el cuerpo y volteó el mundo para regresar y traerlo a su sagrado funeral. De nuevo en Cimitarra, pasó la noche en casa del sepulturero, un hombre muy bueno que lo ayudó en todo cuanto pudo, me cuenta tomándose un café con leche.

Días después, ya en Medellín, el Estado le devolvió a su hijo. Primero, lo invitaron a respirar. Eran los psicólogos del Programa de Atención a Víctimas del Conflicto Armado. Usted, cuerpo grueso, bastón en mano, sombrero blanco, canas en el rostro, se tocaba el vientre como buscando el aire. Los profesionales lo instruyeron, le hablaron del duelo, lo invitaron a recordar a Joaquín y a hacerle un homenaje. Hay velas, fotos, dibujos, miradas cabizbajas, ojos tristes. Me explica, sin una sola lágrima, que hay que ser fuerte para soportar tanta cosa. Qué valiente y qué fuerte, don Joaquín, pienso esta vez, y lo sigo escuchando creyendo que va a llorar. Pero no. Dice una frase tras otra, tranquilamente, mirando al cielo, como ese mismo día cuando, después de respirar y dibujar, se fue para la Fiscalía a reconocer a su niño. Tenía 35 años cuando le perdió el rastro. Pero es su niño, que de grande buscó suerte de albañil y fue entonces cuando se perdió. En el búnker, junto a funcionarios judiciales vestidos de negro y batas, lo mira, ya en huesos; descubre los huecos de bala. Se pregunta por su sufrimiento y por qué lo harían. Este país, me dijo cuando nos conocimos, está muy mal.

Al otro día le devuelven el cuerpo. El día de la entrega de restos está usted sentado en una sala limpia. Ya no trae la corbata, pero sí el sombrero de cinta negra y, como siempre, la mirada atenta, fija: al frente, pequeños ataúdes con cintas blancas, flores blancas y hombres de negro; atrás, usted, su hija mayor y otros familiares de desaparecidos con las manos en la cara, agachados, algunos desmayándose. La Fiscal los llama uno a uno; le entrega entre un sobre de cuero negro el acta de defunción, usted vuelve al puesto; después se para de nuevo y va por la caja: un pequeño ataúd con lo que apareció del desaparecido. Ya están su hija y su yerno junto a usted. Se abrazan, y de su ser y su fe en Dios reciben la fortaleza para ir al entierro.

Hay que continuar, me dice en medio del bullicio de los buses de Aranjuez, y yo imagino que eso se repitió al agarrar el bastón y retomar el paso, cuando subió al bus custodiado por la Fiscalía hacia el Cementerio de San Pedro. O quizá entonó una alabanza, como esa que canta cruzando la calle Carabobo, al terminar el café. La melodía es lenta, dulce, y su voz es paternal, sus palabras cálidas. Entonces, cantando y cojeando, me recuerda a mi abuelito. Él era un campesino humilde pero honrado como usted mismo se describe en esta breve entrevista. Él también perdió una pierna, y la tierra, los animales, el cultivo, el arroyo, la paz. Su hija menor, mi tía Lucía, también desapareció un día. También regresó en una caja desde un pueblo ardiente del Magdalena Medio. Y para recordarla, le he puesto su nombre a mi pequeña. No se lo cuento; me parece insulso junto a sus palabras. Usted, respondiendo a una de mis preguntas tontas, me explica que sigue su búsqueda para no olvidar. Que se sepa mi historia, me dice con la mano en el pecho, para que los que cometieron estas injusticias paguen. Y porque, si no la cuento, me sentiría cómplice de tanta cosa horrible que pasa y pasa y sigue pasando en este país por miedo a la verdad.

Quedamos en una segunda charla: quién era antes de convertir sus días en la búsqueda incansable de un padre a sus hijos. La niñez en la vereda, la adolescencia de pescador, la picadura de serpiente, el primer destierro, la amenaza, el homicidio de sus compadres, la llegada a Medellín, un segundo desplazamiento, sus diez hijos en la ciudad, su rancho en la ciudad, sus setenta años, sus mujeres, su proyecto de ser chef. Ojalá consiga el capital que le falta para poner a funcionar el horno que tanto quiere. Haría panes y sancochos, lo que mejor le queda, según me cuenta sonriente, orgulloso. Con el negocio, tendría un sustento para, además de alimentar a los hijos que le quedan, pagarse un taxi, no cojear más esas diez cuadras desde el centro de Medellín, y quizá financiar la búsqueda de Léider; volver a Santander, recorrer el país. Porque, comprendo en medio de la entrevista, usted a sus hijos los encuentra porque los encuentra. Comprendo su foto en el cementerio. Después de enterrar a Joaquín, como pausando la película de su vida, usted se tapa la cara, se recuesta a un muro, abraza el poste, descarga la cabeza en el antebrazo, respira lento, tiene algo en el pecho, ¿un peso? ¿un punzón? ¿un presentimiento? Ahora que Joaquín descansa tiene la certeza de que Léider está muerto.

Nos despedimos. Hay que apresurar. La abogada lo espera con más papeles. Léider, esté donde esté, también. Usted, don Joaquín, fuerte y valiente, lo encontrará.

Ciudadanos como Joaquín Padilla y sus hijos desaparecidos tendrán un lugar para sus relatos y sus memorias en el Museo Casa de la Memoria que se construye en el Parque Bicentenario de Medellín, un espacio para dignificar a las víctimas del conflicto y recordar para no repetir. www.museocasadelamemoria.org




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