A la hora del desayuno, doña Amparo cuenta cabezas: un
esposo desempleado, cuatro hijas, dos nietas, y ella, mujer entrada en los
cuarenta, blanca, religiosa, campesina y desplazada. Nació en Frontino, un
pueblito distante cuatro horas de Medellín. Lejos de su tierra, ladrones en vez
de montar su caballo por praderas verdes y extensas, vende chicles y cigarros en
el pleno centro, esquivando carros, amagando ladrones, contando monedas. Con
dolor, Amparo recuerda lo que abandonó obligada por la guerra: la casa, el
paisaje, el aire puro, una hija y una cultura. Cuando se vino, sintió en el
pecho la primera gota de esa amargura que al levantarse derrama. “En todo ese
viaje yo me sentí triste, yo lloraba. Si así fue el día que nos vinimos cómo
sería después”.
Ahora es después. Amparo vive en El Pacífico,
asentamiento de desplazados en la cumbre del cerro Pan de Azúcar de Medellín.
Es un caserío empinado con escalas de pantano y niños por doquier; el acueducto
es comunitario y la energía llega por cables que se enredan en los balcones;
hay dos casas con líneas telefónicas y la internet acaba de llegar. Para
comunicarse, los líderes barriales usan un megáfono. Por ese medio Amparo se
entera cuándo vienen las ONG con las ayudas que le alivian de tanto en tanto la
carga de sobrevivir en la ciudad.