viernes, 29 de marzo de 2013

No oremos. Reneguemos. Amén.


No elegí vivir a la enemiga -es que disfruto crear y además persisto en mi yo contenta-.

Ahora explico "el porqué" de esta defensa tan intempestiva como aquel beso sabroso de ese negro que baila.

Me criticaron en casa por no andar diciendo siempre cosas bonitas en Facebook. De lo malo, diga
lo buena, ¡esa fue la invitación!

El corazón me iba a estallar.

No reniego porque me falta la comida ni la nicotina ni la marihuana ni el sexo ni las peleas.
Es una manera, esta que he hallado de criticar los atranques de esta patria sucia y fanfarrona que es Medellín, de pasar la hoja un día, y uno más, amando semejante nido de muchachos buenos y pillos malos y rubias con silicona tanto tanto pero tanto que hasta yo misma quiero inyectarme un par de tetas grandes y conseguir un fierro livianito. Lo último sí son mentiras, porque, como decimos un amigo y yo, pa' que enfierrase si no es pa' matar. Y más muertos qué pereza. Somos un valle de lágrimas, húerfanos, viudas y niñas como yo que no vio crecer a sus vecinos porque el plomo les sobró.

De modo así vamos llegando al absurdo de este valle: luz en la calle, oscuridad en la casa. Así decía un
columnista un día de estos. Pa' que zapatos si no hay casa, me gusta decir a mí. Pa' que premios sí hay hambre. Para qué Empresas Públicas si no agua (y cortaron ya la luz). Pa' qué innovación si no se sabe (o no se puede) aún la forma de proteger la vida. Pa' qué. Pa' qué. Pa' qué.

Ah, sí, pa' sobar la barriga del gamonal paisa que no pocas tierras tiene ni apartamentos de lujo, ni hectáreas puallá en Córdoba ni negocios de importados. La gente feliz con deudas, y los gerentes alistando la bancaria pa' unas próximas innovadoras inversiones. Pa' qué. Pa' qué. Pa' qué putas reconocimientos si a la mayoría, que somos como el 80% de pobres y medio pobres, no nos tocan las ganancias. Siguen hablando de desarrollo como si ya no supiéramos lo que eso quiere decir: confort para pocos, sacrificios para muchos.

Somos y seremos obreros y el día que no trabajamos el plato estará vacío. A veces, antes de dormirme, pienso en algunos amigos que sé que no tienen nada en la nevera para el desayuno ni la cena ni ningún café de la semana. Se levantan y aguantan en casa hasta que salen a la calle a comprar pan. Más tarde, el día los bendice con una invitación a almuerzo. Y no es que no quieran, sepan o busquen trabajar. Es que pa' qué pa' qué pa' qué pero son hombres decentes que no quieren enfiarrarse. Porque todo hay que decirlo. Sigue abundando la opción del dinero fácil y poco poquísimo o nada mejoran las condiciones para un hombre o una mujer joven. Imagínense ustedes, el caso de los cuchitos.

Por eso me da piquiña esa lambonería con los Óscares del urbanismo aplaudidos por la clase dirigente. Esos allá sentados, desde antes de gatear apoltronados en el poder como el hijo de ese Gaviria que le arrebató las tierras a los campesinos de Urabá con fusiles paras (y qué), ese ese ese, esa clase dirigente, con esos yo no me junto ni celebro nada juntos.

Ante el crimen, la impunidad, la narcomelosería entre políticos, jueces, alias, bacrimes y policía, la gente, ahí sí, se queda calladita. No es pa' ir a la Fiscalía a decir entre zuzurros: "creo que nos gobiernan la mafia y el hijo de un paraco". Pero no trague pa' dentro. Escupa el asco y la molestia de que las cosas no cambien (criminalmente hablando) así los parques bibliotecas estén muy bien encumbrados.

Sí, familia y amigos queridos. Ante tanta berraca injusticia -ver tanta gente aguantar hambre y sed en la ciudad pujante, ver a mis amigos los niños buenos esconderse de los pillos, ver a doña Amanda todavía huyendo de barrio en barrio- me pongo es a criticar. Porque el sueño de un ejército y de tomarse el poder, eso ya no se usa. Nos tocó un siglo muy mercenario y yo mi vida sí que la amo y la quiero conservar. La revolución, la mía, es con las palabras, y las palabras son ideas.

Y vuelvo y digo pa' qué pa' qué pa' qué hijueputas. !Pa' qué!

Muy preocupada sí por esos primeros lugares de listas farándulas del mundo, Medellín le abre la boca al premio de esos banqueros -no otra cosa que ladrones con licencia-. Ladrones con yate, por supuesto, queriendo engrosar sus arcas pa' escalar en la lista del que la tiene más larga (la billetera). Porque no son ratas de cadenas de oro en el concurrido Hueco buscando pa'l vicio o pa' un hijo.

Póngase a ver en cambio cuando las gentes humildes alzan la voz para gritar no más (hambre, desempleo, fronteras invisibles, desaparición forzada, sangre derramada, niños en la guerra, campesinos sin río, muchachos sin papá ni amigos, madres sin hijos ni marido) ahí sí aparece el fanfarrón Estado representado en el Esmad y un idiota de corbata que nunca ha cogido un bus diciéndole a los medios: todo el peso de la ley. Ah, y detrás un policía -ojalá comandante de algo- que vacuna a la Oficina.

Por poco nos piden a nosotros, los que criticamos como acto de dignidad, que nos vayamos a innovar a la ciudad capital o a demostrar el ingenio paisa a lo largo del mundo entero.

Mi collar de arepas me lo reservo pa' destruilo de a poquitos en cada conversación que pueda y con ocasión de cualquier viernes santo en soledad. Amén.

Pd: Recen por mí. Y los que no quieran, no oremos, reneguemos.

viernes, 2 de noviembre de 2012

viernes, 8 de junio de 2012

No matarás. Amarás



Un puñado de palabras que pintan, escena por escena, a Medellín, dice la Revista Nan sobre este artículo publicado en su más reciente edición en Buenos Aires, Argentina. Crónica también visual con el ojo de David Estrada L. Empieza en página 12.

   Atenerse a ver lo imposible es recomendable para mirar Medellín: terca esperanza entre la tenaz violencia. Su imagen, tan manoseada, confunde y encanta. Reponiéndose de épocas oscuras por la fuerza de la guerra, esta ciudad vuelve los esfuerzos a la educación y la cultura. Bueno, un sector. Porque la mafia continúa engordando y los jóvenes, cayendo. Los sobrevivientes, pues, resisten. Se extorsiona. Se amenaza. Se anuncia un concierto de Madonna. Se asesina un rapero más —ya suman siete— y una delegación de Brasil la visita para aprender de la superación en ciudades tercermundistas. Todo bajo un sol tibiecito que acaricia, de enero a diciembre, ese valle verde-gris-rojo que huele a café colombiano, marihuana y plomo.
   Es abril de 2012. Se dice que hay cinco mil sicarios en la cuna de Pablo Escobar (el más poderoso jefe de la mafia narcotraficante en la historia de Colombia, asesinado por la policía en 1993). La oficialidad enoja, abanica las cifras de inversión social: cupos universitarios, empleo, colegios construidos, escuelas de música. “Otros” —siempre hay que distinguir entre unos y otros si se habla de Medellín— cantan, pasean sus tambores y pintan graffitis para rechazar violencias y ahuyentar olvidos. Sus madres y vecinas son desterradas del campo, o sus padres, desaparecidos. O sus amigos, asesinados, o sus tíos se enfilaron. Varias de las anteriores. O todas las anteriores. Aquellos otros les dan lecciones de timbal o hip hop a los niños de sus barrios con la esperanza de arrebatar soldados a la guerra urbana. Resistencia civil, dirán algunos. Coraje y terquedad, sentenciarán otros. También son excusa la internet, la fotografía, el origami, el video, el reciclaje. Lo que sea para distraer las mentes infantiles de la televisión nacional que reproduce una y otra vez novelas de capos, capos, putas, putas, sangre, sangre, sexo, sexo.
   Pero, aún sin tele, la acción continúa. Unos “otros”, paramilitares, milicianos o simplemente “pillos” que toman los barrios más pobres para extorsionar y vender droga, ni opinan. Disparan. Y el taque-taque de los fusiles interrumpe la lección de facebook. Se mezcla con el muack-muack de la dinámica de besos.
   Besar y abrazar hace parte de ser paisa, aquel que nació o se crió en Medellín y Antioquia —capital y departamento respectivamente—. Paisa es sinónimo de persona sonriente, generosa, de buen humor, exagerada, a veces religiosa y devota de la Virgen, siempre trabajadora, emprendedora; de hombres y mujeres que disfrutan de bañarse a diario y levantarse a las cinco de la mañana para ganarse un mínimo salario mínimo, que inventa rifas de ollas y licuadoras para ajustar el mercado de una familia de diez.
   Porque familia paisa tiene seis hijos en adelante; ojalá uno sacerdote, por lo general uno gay —qué duro le toca en esta sociedad conservadora— y sin falta la mujer-loca-liberal que abandona la cocina y va a la universidad. Es también una señora que vende Chiclets Adams en un semáforo del centro, entierra a su hijo a la mañana y se va a trabajar la misma tarde para ganar el dólar que le alcanza para el bus, una papa y arroz.
  Pero ser paisa también es muerte y dolor. Simboliza comandante paramilitar que conquistó la costa pacífica para sacar coca y entrar armas, el norte para lavar dinero por los puertos del Caribe, y los llanos orientales para sembrar la hoja en límites con Venezuela. También representa a la clase dirigente que acaba de dejar la presidencia y con ella un sumario de investigaciones en fiscalía por asesinar campesinos y pasarlos como guerrilleros —ejecuciones extrajudiciales—, interceptar y perseguir ilegalmente a la oposición y la izquierda; robar organizadamente los subsidios del agro a los campesinos para entregarlo a los ricos y elegir congresistas con dineros paramilitares.
   Paisa es futbolero orgulloso de Atlético Nacional y Deportivo Independiente Medellín, que llora por Andrés Escobar (asesinado en 1994 por un fanático que lo increpó por haber cometido un gol en contra en el campeonato mundial de ese año) y no se pierde al “Chicho” Serna y su show televisivo, domingo tras domingo. Aquel que vive en las lomas más flamantes de El Poblado o en los morros más hacinados de oriente y occidente sabe a qué suena el estadio una tarde de clásico verde-rojo. Aquel que habita la Comuna 13, en cambio, reconoce el tronar de una pistola o de una ametralladora de helicóptero. Hasta los niños de allí sabrán distinguir el
taque-taque del revólver, el plin-plin del fusil, el tas-tas del Smith and Wesson, el pum-pum del Ak-47. Todos arrullan las noches en las comunas no céntricas. Y, entonces, el miedo. Bala perdida. O bala dirigida. Muchachos inocentes y niños diminutos a la morgue municipal. Madres que denuncian tombos o combos, “todos cómplices mataron a mi muchachito”. Son mujeres que, en menos de un año, caen al asfalto.
   Fabricia Córdoba (la prima de la exsenadora Piedad Córdoba), por poner un ejemplo, chilló por su pequeño acribillado por la Policía. Alzaba la voz en tiempos del escándalo porque otros, también policías, habían asesinado y tirado al río a dos chicas. Ese mismo año otros policías desaparecieron a tres mujeres jóvenes. A Fabricia la asesinaron en junio de 2011. El mural en su memoria está frente a la nueva sede de Hewlett Packard. Ruta N. Parque de los Deseos. Parque Explora. Carabobo Norte. Todos mobiliarios de esa “otra” Medellín: cuna de negocios, meca del turismo, ejemplo de social-gobierno-educativo. Espectaculares bibliotecas y escaleras eléctricas entre las casas más pobres y las esquinas más “calientes”. Desde allí, el metrocable o teleférico te acerca a los barrios alejados y empinados.
   Miles de millones de dólares se gastan en ladrillos y becas para, nuevamente, mermar las filas de los bandos oscuros. Los pobres, sin embargo, pobres están. El desempleo no mejora y la Oficina de Envigado, una de las redes criminales con más poder en el país, ofrece pagos por cuidar esquinas. Sí hay hambre en Medellín. Y también hermosos jardines infantiles para aquellos niños hambrientos que, al llegar a casa, tienen la nevera y el estómago vacíos.
   Además, o sobre todo, la justicia no funciona. Ni el caso de Fabricia ni las niñas del río ni su hijo ni el homicidio de los raperos ni las fosas comunes en la comuna 13; nada ha sido esclarecido por jueces o fiscales. Los capos siguen sueltos, la corrupción campea, y el padre del Alcalde permanece en la cárcel porque se lo acusa de paramilitar.

La noche: la droga
   Ante todo, dicen los jóvenes nacidos en los ochenta de Escobar, la vida y la dignidad. Son estos “otros” jóvenes, los que echan mano de la música para negar la condena de un país en guerra, de una ciudad que hierve. Para no ser sicarios se vuelven mc's (raperos) o bboy's (bailarines de break dance), DJ's o graffiteros; no les gusta la cocaína —ni venderla ni aspirarla- sino el famoso aguardiente; y en la hora del amor distan de la rubia-silicona-cerebro vacío— típica novia de mafioso y más bien eligen entre universitarias o al menos escolares.
   Sin embargo, Medellín huele a hierba un viernes por la noche. Con la oscuridad se dan el placer, el crimen y el pecado. Muchos jíbaros y patrones en este valle luminoso. Pillos y consumidores están reunidos en el centro de la ciudad. Parque del Periodista. Se suma gente que no consume, pero tolera: cinco bares estrechos en una calle, un andén para sentarse, unos árboles enfermos y una escultura que recuerda a los niños asesinados por el Ejército en el barrio Villatina. Cuánto humo. Se vende y fuma marihuana abiertamente. Teo extiende la mano y alza la voz: “Armaos, armaos”. La primera mujer del oficio llega al lugar. Viste tenis grandes, jean amplio, campera negra ancha y grandes bolsillos de donde salen los armaos. Teo ni la mira ni le dice “mamacita”. No es competencia para él, el más viejo de los jíbaros del lugar, sobreviviente a las matazones de colegas recurrentes en cualquier plaza de vicio al renovarse los mandos.
   —¿Cómo has hecho para quedarte y quedarte?
   —No doy entrevistas (sonríe). Yo no hablo. Por eso estoy vivo.
   Luego, suelta la clave: "Sé abrirme cuando toca. Sé volver cuando es tiempo. Y, lo más importante, nunca he querido ser patrón. Al patrón es al primero que pelan. ¿No? Ahhhhhh. Es cuestión de meter lógica. Con permiso, estoy trabajando".
   Mil quinientos pesos, menos de un dólar, sale cada bareto en este parque, donde los sí patrones prohíben fumar hierba propia. Si te ven rascando y pegando uno, primero te advierten; después, te sacan con el método delincuencial más tierno de la ciudad. Sin balas. Solo patadas y golpes con tablas, el mismo que emplean para los cartoneros que se ponen pesados o a quienes el viaje de ácidos o la mezcla de droga y licor deja en pánico.
   La regla es, incluso para los visitantes, estarse callados. Lo saben bien los bartender cuarentones de la salsa y el rock. Cocaína y algo más también se consigue aquí, lugar no prohibido donde en ocasiones aterrizan motos de policía sacando a todos sin detener a nadie. Entonces, los otrora hippies que conquistaron el espacio hace treinta años para la libertad, discuten la ley con la policía y, Teo, repitiendo la regla, aprovecha el desorden y se acomoda la gorra en su cabeza diminuta para pasar a la esquina. Se va para su casa lejos de la planicie, sigue la fiesta y como buen paisa sale al trabajo al otro día: rostro pálido que no ve el sol, dos dientes faltantes en la delantera, bigote pobretón, pantalón caído, y armaos, armaos y más armaos.

El día: el hip hop
   La Comuna 13 es un puñado de quebradas que pasan entre cerros, todos pegaditos, repletos de casas y Ejército, de niños por todos lados y de obras grandotas como escaleras eléctricas, teleféricos y edificios culturales que deben registrar muy bien los satélites. Ahí coladas hay 11 bases militares, instaladas después de la confrontación urbana armada más tremenda en la historia de Colombia, Operación Orión, sucedida en 2002. C15 —un grupo de rap— es un buen hijo de esos años. “De lo malo sacamos lo bueno”, dice la simple “filosofía” local para resistir tantísimas pérdidas y dolor. En medio de las balas, C15 alza la mirada y compone canciones al cielo, al amor, a los niños y a la memoria de su líder asesinado, Kolacho. Estos sobrevivientes ensayan semana a semana en una casa cálida ubicada en la quebrada El Salado.
   Por allá, subiendo un loma, pasando una cancha, cruzando una iglesia, trepando unas escaleras está la casa de Jeison, ese muchacho fortachón que lidera el grupo y que sale en la tele sacando la voz y la cara para decir “los jóvenes en Medellín no somos solo sicarios; la Comuna 13 tiene más cosas para dar además que lo malo; queremos cantar, queremos vivir”. Esta tarde, Jeihhco, como se hace llamar, está en la terraza de su casa mirando a su hijo Juanda saltar en un colchón; toma cerveza, hace calor. Recuerda que su familia llegó al barrio cuando era un tierrero y nada más. Recuerdo y recuerdos hasta cuando “a mí el rap me salvó, sí”, dice este rapero y gestor cultural que, además de cantar organiza el Festival Revolución Sin Muertos donde esta “otra” Medellín toma el micrófono para protestar contra la guerra.
   “No olvidar” es una de sus consignas porque, de tanto engordar las cifras, los ausentes se van convirtiendo en números. El año pasado 224 de los 1650 homicidios ocurridos en Medellín ocurrieron en el lugar donde vive y lucha. C15 y Jeihhco no ocultan la cifra. La dignifican y trabajan, además, en visibilizar otros aspectos: la vida misma. Por eso armó el Graffitour, un viaje que comparte con el artista plástico “El Perro” para conocer la historia de la trece desde ese arte.
   Estos chicos sí creen en soñar y se alimentan de los sueños. “Que los parceros del parche (una especie de círculo de amigos cerrado en torno del rap) —y él mismo— puedan trabajar en el hip hop”, dice el generoso Jeihhco como uno de sus mayores deseos. Es un bonachón de grandes proporciones que abraza con fuerza y hasta llena de bondad a Pablo Escobar. Al capo, lo personificó en una obra de teatro revistiéndolo de la decencia de la que nunca gozó. Se presentó en Bogotá y en Medellín y, con ello y la música y las entrevistas y los talleres, va logrando un lugar en la palabra pública que comienza a entender un discurso bastante raro en el Medellín de Pablo: No matarás. Amarás.




miércoles, 22 de febrero de 2012

Después de la guerra II / Doña Amparo


Llevo años escribiendo de Amparo. Una crónica de tres páginas reposa en la carpeta inéditos de mis archivos esperando no sé qué. Anoche, de esquina a esquina, la reconocí. Ya no está de pie ofreciendo dulces entre carros sino en una "chacita" simple en la propia Playa, frente a mi edificio. 

Ya no tiene marido ni hijas pequeñas, y su casa, según me cuenta, ya tiene baño y cocina buenas. Espera, como sus hijas mayores, la ayuda del gobierno y esta nueva ley de víctimas para hacerse a una nueva, comprarse unas gallinas, sembrar un tajito en un buen solar. Sueños de desplazado, me dice una voz interna. Una mujer detenida en el tiempo, en "la nostalgia". Así titula el relato que aún espero publicar completo. Doña Amparo o La nostalgia. Dos parrafitos a continuación.


A la hora del desayuno, doña Amparo cuenta cabezas: un esposo desempleado, cuatro hijas, dos nietas, y ella, mujer entrada en los cuarenta, blanca, religiosa, campesina y desplazada. Nació en Frontino, un pueblito distante cuatro horas de Medellín. Lejos de su tierra, ladrones en vez de montar su caballo por praderas verdes y extensas, vende chicles y cigarros en el pleno centro, esquivando carros, amagando ladrones, contando monedas. Con dolor, Amparo recuerda lo que abandonó obligada por la guerra: la casa, el paisaje, el aire puro, una hija y una cultura. Cuando se vino, sintió en el pecho la primera gota de esa amargura que al levantarse derrama. “En todo ese viaje yo me sentí triste, yo lloraba. Si así fue el día que nos vinimos cómo sería después”.

Ahora es después. Amparo vive en El Pacífico, asentamiento de desplazados en la cumbre del cerro Pan de Azúcar de Medellín. Es un caserío empinado con escalas de pantano y niños por doquier; el acueducto es comunitario y la energía llega por cables que se enredan en los balcones; hay dos casas con líneas telefónicas y la internet acaba de llegar. Para comunicarse, los líderes barriales usan un megáfono. Por ese medio Amparo se entera cuándo vienen las ONG con las ayudas que le alivian de tanto en tanto la carga de sobrevivir en la ciudad.

viernes, 14 de octubre de 2011

Don Joaquín

Hace unos meses que trabajo con el Museo Casa de la Memoria. Es en Medellín. Se está construyendo. Y, como parte del ejercicio de mostrar porqué es importante la memoria histórica en este país de guerras mientras se alista el edificio, me pidieron relatar el caso de una víctima: Don Joaquín. Para mí, fue un alto en el camino. Ya cuando había renunciado al periodismo, digamos, del que venía - tropel aquí, víctimas allá, masacres y desplazamientos- esto fue un regalo. Como siempre, que una persona te cuente su vida apenas conociéndote es una combinación de confianza con esperanza que a una aspirante a cronista le atemoriza no poco. 


Preguntar, tomar nota, teclear, observar o, mejor dicho, lo de siempre para esta reportera, dijéramos, urbana, fue esta vez asombrosamente diferente. Sin melodramas, Don Joaquín me fue soltando lo más duro de su búsqueda incesante por dos hijos que, quién sí sabe, fueron desaparecidos por manos ilegales - legales: el Ejército. Mi primera vez con falsos positivos, de los que evité escribir para Página/12, de los que me hacían cerrar el periódico cuando empezó el escándalo. De los que, aún más después de conocer a Don Joaquín, me parecen que no se dimensionan en su magnitud política, jurídica y social. 


Tal vez porque había falsamente renunciado a escribir más de conflicto y víctimas, y porque el tema es uno de los menos tratados en mis textos, fue que en esta entrevista tuve dolor de estómago y casi no logro escribirla. Fue aceptar que, aunque con dolor, la narración sana para ellos y para uno. Al final, entonces, con todo lo que produjo el encuentro en mí, incluido revivir el recuerdo de mi tía ausente -asesinada por la guerrilla- y mi abuelo campesino -tan noble y tímido con Don Joaquín-, me decidí por escribirle una carta al protagonista. Una versión no finalizada fue publicada en Universo Centro. En este blog incluyo, al final de esta entrada, los cambios recientes.


¿Y qué me pasó? Llorando antes de escribir, sentí, quizá por primera vez, el peso de la ausencia de mi tía. No se compara Don Joaquín, y eso me dolía más, y más y más cuando pensaba en las más y más y más víctimas del conflicto. Ya no era en el estómago sino como por donde se siente un punzón cuando viene el desamor. ¿Qué parte será esa? Si yo lo sentía así, como serían Don Joaquín, doña Amanda, María Teresa, Alejandro, doña Socorro, doña Mery, don Orlando, doña Mariela, tantos dones y doñas que me han confiado sus pesares. 


Pensando en Don Joaquín, supe que tenía una deuda con mi propia historia y la memoria de mi tía. Aún la tengo. Y maldije a quienes no me permitieron compartir más con ella. Tan solo recuerdo una paleta fría que me compró en La Ceja, y la foto de su velorio que todos me describieron cuando, pequeñita, empecé a preguntar por su vida: aporriada el pecho, marcas de zapatos en la espalda, morado el cuello y dos huérfanos inconsolables. La niña fue mi hermana durante años, y el niño se refugió en casa de otra tía. Si a mi me pasa algo... Fueron las últimas frases que dijo mi tía a mi madre por teléfono antes del horror. Si a mi me pasa algo... Pienso yo ahora.


Entendí que a mí, que no soy de armas ni violencia, me queda el camino del recuerdo para hacer justicia así no sea en tribunales sino en la historia. Así no sea la nacional, sino la de mi familia, que no olvida a la gran Lucía, su rostro perfecto, su risa de niña, sus andanzas. Me queda la palabra, la palabra pública, para lograr, además de recopilar recuerdos, una catarsis de lo que ser colombiano. Quién, diré para no ir más allá, que haya crecido en los años noventa en esta Medellín no tiene un amigo asesinado. Pero, vuelvo y digo, a veces eso no es nada. Vidas enormes como la de Don Joaquín nos muestran de dónde resurgen, en medio de tanta pérdida, el amor y la fe que nos mantienen en pie. Gracias pues, don Joaquín, porque permitirme llorar un poco junto a usted, soñar con usted, traerme de vuelta a mi tía Lucy, y darle, porqué no, esperanzas al camino.


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Medellín, septiembre de 2011



Don Joaquín,

Sus ojos aguados y su sombrero —y sus manos grandes, su hablar pausado— me recuerdan a mi abuelo. Sus dos hijos muertos, también. Él era negro como usted y sus dos muchachos, a quienes conozco en fotos. Fotos de desaparecidos. O sea, fotos tipo documento, rostros en primer plano, últimas miradas vivas, ropas coloridas, relatos dolorosos, episodios confusos. Son fotos pegadas a documentos. Papeles que, en sus ires y venires de buscar justicia, resultaron paseando por Antioquia y Santander en una carpeta grande, ajada y café. Derechos de petición. Números telefónicos. Fechas señaladas. Remisiones de organismos públicos. Nombres de fiscales, defensores públicos y, por supuesto, amistades. Anote mi número, le pido. Los papeles se mezclan como sus sentimientos de pérdida, sus deseos de encontrar la verdad, su fe en un Dios que escuchará sus súplicas y su confianza en un gobierno que lo ayudará en la tierra.

Usted, según me explica pacientemente esta tarde sin nubes en un parque de Medellín, sigue tras el rastro de su hijo Léider y acaba de enterrar a Joaquín, el que —tras años de insistencia— rescató del olvido entre un arrume de civiles asesinados por el Ejército. Qué valiente, pienso de usted mientras me cuenta cómo recogió dinero para el pasaje, viajó hasta Cimitarra, reconoció a Joaquín en una camilla fría, volvió a Medellín sin el cuerpo y volteó el mundo para regresar y traerlo a su sagrado funeral. De nuevo en Cimitarra, pasó la noche en casa del sepulturero, un hombre muy bueno que lo ayudó en todo cuanto pudo, me cuenta tomándose un café con leche.

Días después, ya en Medellín, el Estado le devolvió a su hijo. Primero, lo invitaron a respirar. Eran los psicólogos del Programa de Atención a Víctimas del Conflicto Armado. Usted, cuerpo grueso, bastón en mano, sombrero blanco, canas en el rostro, se tocaba el vientre como buscando el aire. Los profesionales lo instruyeron, le hablaron del duelo, lo invitaron a recordar a Joaquín y a hacerle un homenaje. Hay velas, fotos, dibujos, miradas cabizbajas, ojos tristes. Me explica, sin una sola lágrima, que hay que ser fuerte para soportar tanta cosa. Qué valiente y qué fuerte, don Joaquín, pienso esta vez, y lo sigo escuchando creyendo que va a llorar. Pero no. Dice una frase tras otra, tranquilamente, mirando al cielo, como ese mismo día cuando, después de respirar y dibujar, se fue para la Fiscalía a reconocer a su niño. Tenía 35 años cuando le perdió el rastro. Pero es su niño, que de grande buscó suerte de albañil y fue entonces cuando se perdió. En el búnker, junto a funcionarios judiciales vestidos de negro y batas, lo mira, ya en huesos; descubre los huecos de bala. Se pregunta por su sufrimiento y por qué lo harían. Este país, me dijo cuando nos conocimos, está muy mal.

Al otro día le devuelven el cuerpo. El día de la entrega de restos está usted sentado en una sala limpia. Ya no trae la corbata, pero sí el sombrero de cinta negra y, como siempre, la mirada atenta, fija: al frente, pequeños ataúdes con cintas blancas, flores blancas y hombres de negro; atrás, usted, su hija mayor y otros familiares de desaparecidos con las manos en la cara, agachados, algunos desmayándose. La Fiscal los llama uno a uno; le entrega entre un sobre de cuero negro el acta de defunción, usted vuelve al puesto; después se para de nuevo y va por la caja: un pequeño ataúd con lo que apareció del desaparecido. Ya están su hija y su yerno junto a usted. Se abrazan, y de su ser y su fe en Dios reciben la fortaleza para ir al entierro.

Hay que continuar, me dice en medio del bullicio de los buses de Aranjuez, y yo imagino que eso se repitió al agarrar el bastón y retomar el paso, cuando subió al bus custodiado por la Fiscalía hacia el Cementerio de San Pedro. O quizá entonó una alabanza, como esa que canta cruzando la calle Carabobo, al terminar el café. La melodía es lenta, dulce, y su voz es paternal, sus palabras cálidas. Entonces, cantando y cojeando, me recuerda a mi abuelito. Él era un campesino humilde pero honrado como usted mismo se describe en esta breve entrevista. Él también perdió una pierna, y la tierra, los animales, el cultivo, el arroyo, la paz. Su hija menor, mi tía Lucía, también desapareció un día. También regresó en una caja desde un pueblo ardiente del Magdalena Medio. Y para recordarla, le he puesto su nombre a mi pequeña. No se lo cuento; me parece insulso junto a sus palabras. Usted, respondiendo a una de mis preguntas tontas, me explica que sigue su búsqueda para no olvidar. Que se sepa mi historia, me dice con la mano en el pecho, para que los que cometieron estas injusticias paguen. Y porque, si no la cuento, me sentiría cómplice de tanta cosa horrible que pasa y pasa y sigue pasando en este país por miedo a la verdad.

Quedamos en una segunda charla: quién era antes de convertir sus días en la búsqueda incansable de un padre a sus hijos. La niñez en la vereda, la adolescencia de pescador, la picadura de serpiente, el primer destierro, la amenaza, el homicidio de sus compadres, la llegada a Medellín, un segundo desplazamiento, sus diez hijos en la ciudad, su rancho en la ciudad, sus setenta años, sus mujeres, su proyecto de ser chef. Ojalá consiga el capital que le falta para poner a funcionar el horno que tanto quiere. Haría panes y sancochos, lo que mejor le queda, según me cuenta sonriente, orgulloso. Con el negocio, tendría un sustento para, además de alimentar a los hijos que le quedan, pagarse un taxi, no cojear más esas diez cuadras desde el centro de Medellín, y quizá financiar la búsqueda de Léider; volver a Santander, recorrer el país. Porque, comprendo en medio de la entrevista, usted a sus hijos los encuentra porque los encuentra. Comprendo su foto en el cementerio. Después de enterrar a Joaquín, como pausando la película de su vida, usted se tapa la cara, se recuesta a un muro, abraza el poste, descarga la cabeza en el antebrazo, respira lento, tiene algo en el pecho, ¿un peso? ¿un punzón? ¿un presentimiento? Ahora que Joaquín descansa tiene la certeza de que Léider está muerto.

Nos despedimos. Hay que apresurar. La abogada lo espera con más papeles. Léider, esté donde esté, también. Usted, don Joaquín, fuerte y valiente, lo encontrará.

Ciudadanos como Joaquín Padilla y sus hijos desaparecidos tendrán un lugar para sus relatos y sus memorias en el Museo Casa de la Memoria que se construye en el Parque Bicentenario de Medellín, un espacio para dignificar a las víctimas del conflicto y recordar para no repetir. www.museocasadelamemoria.org




http://www.universocentro.com/NUMERO27/Dememoria.aspx