viernes, 14 de octubre de 2011

Don Joaquín

Hace unos meses que trabajo con el Museo Casa de la Memoria. Es en Medellín. Se está construyendo. Y, como parte del ejercicio de mostrar porqué es importante la memoria histórica en este país de guerras mientras se alista el edificio, me pidieron relatar el caso de una víctima: Don Joaquín. Para mí, fue un alto en el camino. Ya cuando había renunciado al periodismo, digamos, del que venía - tropel aquí, víctimas allá, masacres y desplazamientos- esto fue un regalo. Como siempre, que una persona te cuente su vida apenas conociéndote es una combinación de confianza con esperanza que a una aspirante a cronista le atemoriza no poco. 


Preguntar, tomar nota, teclear, observar o, mejor dicho, lo de siempre para esta reportera, dijéramos, urbana, fue esta vez asombrosamente diferente. Sin melodramas, Don Joaquín me fue soltando lo más duro de su búsqueda incesante por dos hijos que, quién sí sabe, fueron desaparecidos por manos ilegales - legales: el Ejército. Mi primera vez con falsos positivos, de los que evité escribir para Página/12, de los que me hacían cerrar el periódico cuando empezó el escándalo. De los que, aún más después de conocer a Don Joaquín, me parecen que no se dimensionan en su magnitud política, jurídica y social. 


Tal vez porque había falsamente renunciado a escribir más de conflicto y víctimas, y porque el tema es uno de los menos tratados en mis textos, fue que en esta entrevista tuve dolor de estómago y casi no logro escribirla. Fue aceptar que, aunque con dolor, la narración sana para ellos y para uno. Al final, entonces, con todo lo que produjo el encuentro en mí, incluido revivir el recuerdo de mi tía ausente -asesinada por la guerrilla- y mi abuelo campesino -tan noble y tímido con Don Joaquín-, me decidí por escribirle una carta al protagonista. Una versión no finalizada fue publicada en Universo Centro. En este blog incluyo, al final de esta entrada, los cambios recientes.


¿Y qué me pasó? Llorando antes de escribir, sentí, quizá por primera vez, el peso de la ausencia de mi tía. No se compara Don Joaquín, y eso me dolía más, y más y más cuando pensaba en las más y más y más víctimas del conflicto. Ya no era en el estómago sino como por donde se siente un punzón cuando viene el desamor. ¿Qué parte será esa? Si yo lo sentía así, como serían Don Joaquín, doña Amanda, María Teresa, Alejandro, doña Socorro, doña Mery, don Orlando, doña Mariela, tantos dones y doñas que me han confiado sus pesares. 


Pensando en Don Joaquín, supe que tenía una deuda con mi propia historia y la memoria de mi tía. Aún la tengo. Y maldije a quienes no me permitieron compartir más con ella. Tan solo recuerdo una paleta fría que me compró en La Ceja, y la foto de su velorio que todos me describieron cuando, pequeñita, empecé a preguntar por su vida: aporriada el pecho, marcas de zapatos en la espalda, morado el cuello y dos huérfanos inconsolables. La niña fue mi hermana durante años, y el niño se refugió en casa de otra tía. Si a mi me pasa algo... Fueron las últimas frases que dijo mi tía a mi madre por teléfono antes del horror. Si a mi me pasa algo... Pienso yo ahora.


Entendí que a mí, que no soy de armas ni violencia, me queda el camino del recuerdo para hacer justicia así no sea en tribunales sino en la historia. Así no sea la nacional, sino la de mi familia, que no olvida a la gran Lucía, su rostro perfecto, su risa de niña, sus andanzas. Me queda la palabra, la palabra pública, para lograr, además de recopilar recuerdos, una catarsis de lo que ser colombiano. Quién, diré para no ir más allá, que haya crecido en los años noventa en esta Medellín no tiene un amigo asesinado. Pero, vuelvo y digo, a veces eso no es nada. Vidas enormes como la de Don Joaquín nos muestran de dónde resurgen, en medio de tanta pérdida, el amor y la fe que nos mantienen en pie. Gracias pues, don Joaquín, porque permitirme llorar un poco junto a usted, soñar con usted, traerme de vuelta a mi tía Lucy, y darle, porqué no, esperanzas al camino.


-----


Medellín, septiembre de 2011



Don Joaquín,

Sus ojos aguados y su sombrero —y sus manos grandes, su hablar pausado— me recuerdan a mi abuelo. Sus dos hijos muertos, también. Él era negro como usted y sus dos muchachos, a quienes conozco en fotos. Fotos de desaparecidos. O sea, fotos tipo documento, rostros en primer plano, últimas miradas vivas, ropas coloridas, relatos dolorosos, episodios confusos. Son fotos pegadas a documentos. Papeles que, en sus ires y venires de buscar justicia, resultaron paseando por Antioquia y Santander en una carpeta grande, ajada y café. Derechos de petición. Números telefónicos. Fechas señaladas. Remisiones de organismos públicos. Nombres de fiscales, defensores públicos y, por supuesto, amistades. Anote mi número, le pido. Los papeles se mezclan como sus sentimientos de pérdida, sus deseos de encontrar la verdad, su fe en un Dios que escuchará sus súplicas y su confianza en un gobierno que lo ayudará en la tierra.

Usted, según me explica pacientemente esta tarde sin nubes en un parque de Medellín, sigue tras el rastro de su hijo Léider y acaba de enterrar a Joaquín, el que —tras años de insistencia— rescató del olvido entre un arrume de civiles asesinados por el Ejército. Qué valiente, pienso de usted mientras me cuenta cómo recogió dinero para el pasaje, viajó hasta Cimitarra, reconoció a Joaquín en una camilla fría, volvió a Medellín sin el cuerpo y volteó el mundo para regresar y traerlo a su sagrado funeral. De nuevo en Cimitarra, pasó la noche en casa del sepulturero, un hombre muy bueno que lo ayudó en todo cuanto pudo, me cuenta tomándose un café con leche.

Días después, ya en Medellín, el Estado le devolvió a su hijo. Primero, lo invitaron a respirar. Eran los psicólogos del Programa de Atención a Víctimas del Conflicto Armado. Usted, cuerpo grueso, bastón en mano, sombrero blanco, canas en el rostro, se tocaba el vientre como buscando el aire. Los profesionales lo instruyeron, le hablaron del duelo, lo invitaron a recordar a Joaquín y a hacerle un homenaje. Hay velas, fotos, dibujos, miradas cabizbajas, ojos tristes. Me explica, sin una sola lágrima, que hay que ser fuerte para soportar tanta cosa. Qué valiente y qué fuerte, don Joaquín, pienso esta vez, y lo sigo escuchando creyendo que va a llorar. Pero no. Dice una frase tras otra, tranquilamente, mirando al cielo, como ese mismo día cuando, después de respirar y dibujar, se fue para la Fiscalía a reconocer a su niño. Tenía 35 años cuando le perdió el rastro. Pero es su niño, que de grande buscó suerte de albañil y fue entonces cuando se perdió. En el búnker, junto a funcionarios judiciales vestidos de negro y batas, lo mira, ya en huesos; descubre los huecos de bala. Se pregunta por su sufrimiento y por qué lo harían. Este país, me dijo cuando nos conocimos, está muy mal.

Al otro día le devuelven el cuerpo. El día de la entrega de restos está usted sentado en una sala limpia. Ya no trae la corbata, pero sí el sombrero de cinta negra y, como siempre, la mirada atenta, fija: al frente, pequeños ataúdes con cintas blancas, flores blancas y hombres de negro; atrás, usted, su hija mayor y otros familiares de desaparecidos con las manos en la cara, agachados, algunos desmayándose. La Fiscal los llama uno a uno; le entrega entre un sobre de cuero negro el acta de defunción, usted vuelve al puesto; después se para de nuevo y va por la caja: un pequeño ataúd con lo que apareció del desaparecido. Ya están su hija y su yerno junto a usted. Se abrazan, y de su ser y su fe en Dios reciben la fortaleza para ir al entierro.

Hay que continuar, me dice en medio del bullicio de los buses de Aranjuez, y yo imagino que eso se repitió al agarrar el bastón y retomar el paso, cuando subió al bus custodiado por la Fiscalía hacia el Cementerio de San Pedro. O quizá entonó una alabanza, como esa que canta cruzando la calle Carabobo, al terminar el café. La melodía es lenta, dulce, y su voz es paternal, sus palabras cálidas. Entonces, cantando y cojeando, me recuerda a mi abuelito. Él era un campesino humilde pero honrado como usted mismo se describe en esta breve entrevista. Él también perdió una pierna, y la tierra, los animales, el cultivo, el arroyo, la paz. Su hija menor, mi tía Lucía, también desapareció un día. También regresó en una caja desde un pueblo ardiente del Magdalena Medio. Y para recordarla, le he puesto su nombre a mi pequeña. No se lo cuento; me parece insulso junto a sus palabras. Usted, respondiendo a una de mis preguntas tontas, me explica que sigue su búsqueda para no olvidar. Que se sepa mi historia, me dice con la mano en el pecho, para que los que cometieron estas injusticias paguen. Y porque, si no la cuento, me sentiría cómplice de tanta cosa horrible que pasa y pasa y sigue pasando en este país por miedo a la verdad.

Quedamos en una segunda charla: quién era antes de convertir sus días en la búsqueda incansable de un padre a sus hijos. La niñez en la vereda, la adolescencia de pescador, la picadura de serpiente, el primer destierro, la amenaza, el homicidio de sus compadres, la llegada a Medellín, un segundo desplazamiento, sus diez hijos en la ciudad, su rancho en la ciudad, sus setenta años, sus mujeres, su proyecto de ser chef. Ojalá consiga el capital que le falta para poner a funcionar el horno que tanto quiere. Haría panes y sancochos, lo que mejor le queda, según me cuenta sonriente, orgulloso. Con el negocio, tendría un sustento para, además de alimentar a los hijos que le quedan, pagarse un taxi, no cojear más esas diez cuadras desde el centro de Medellín, y quizá financiar la búsqueda de Léider; volver a Santander, recorrer el país. Porque, comprendo en medio de la entrevista, usted a sus hijos los encuentra porque los encuentra. Comprendo su foto en el cementerio. Después de enterrar a Joaquín, como pausando la película de su vida, usted se tapa la cara, se recuesta a un muro, abraza el poste, descarga la cabeza en el antebrazo, respira lento, tiene algo en el pecho, ¿un peso? ¿un punzón? ¿un presentimiento? Ahora que Joaquín descansa tiene la certeza de que Léider está muerto.

Nos despedimos. Hay que apresurar. La abogada lo espera con más papeles. Léider, esté donde esté, también. Usted, don Joaquín, fuerte y valiente, lo encontrará.

Ciudadanos como Joaquín Padilla y sus hijos desaparecidos tendrán un lugar para sus relatos y sus memorias en el Museo Casa de la Memoria que se construye en el Parque Bicentenario de Medellín, un espacio para dignificar a las víctimas del conflicto y recordar para no repetir. www.museocasadelamemoria.org




http://www.universocentro.com/NUMERO27/Dememoria.aspx

viernes, 13 de mayo de 2011

Fuerza y violencia

La más reciente portada del periódico De la Urbe (aplausos) es fuerte y violenta. La sangre en ese escudo de policía antimotines tiene dueño: Juancho. Su historia y la de muchos esa jornada la publiqué en Página/12, unos diitas después del "tropel", el más fuerte de este año hasta ayer jueves 12 de mayo, cuando se repitió y, no sé bien cómo, esta entrada desapareció de este blog. Vuelve y juega.


A Juancho le abrieron la cabeza a los golpes. Cinco policías se le fueron encima al verlo protestar desarmado, apenas con su voz y sus libros al hombro, por la presencia del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) en el campus de la Universidad de Antioquia. Las gotas de su sangre quedaron en los pasillos de la Universidad y en los enormes escudos de la Policía. Daniel Araque, otro estudiante, fue arrastrado por el piso ocho metros; Johana, insultada por los del Esmad y pateada en la cadera; Francisco, apaleado y cortado en una ceja. Centenares de ellos cuentan la misma historia.
El jueves pasado los estudiantes sufrieron una de las represiones más violentas de agentes armados que se recuerde en el estado en Medellín. Pero no fue la única. En Nariño, el mismo día y en circunstancias similares murió un estudiante de Sociología.
En la Universidad de Antioquia el gobierno nacional y la policía acusaron de terroristas a quienes protestaron. Enardecidos, los estudiantes rompieron vidrios, dañaron autos y quemaron sillas. Los daños, según autoridades universitarias, fueron por un valor de 35 mil dólares. Los muchachos se defienden. Comentan en imágenes publicadas en redes sociales como las de Juancho, que la fuerza pública es “lo más cínico de este mundo (...) Ahí en las fotos se ve claramente quién es quién”. Hoy se reabre el claustro universitario en Medellín y en todo el país comienza una semana decisiva para la seguridad en la universidades, que tiene de fondo la inconformidad por la reforma a la educación superior que propone el presidente Juan Manuel Santos.
Representantes de organizaciones estudiantiles le dijeron a Página/12 que lo más grave está por venir. Hace tres semanas al correo electrónico de su asamblea llegó un mensaje de supuestos paramilitares donde amenazan de muerte a los “terroristas” con “ideas tontas de cambiar el país”. Santiago Salinas, estudiante de Derecho, le contó a este diario que el ambiente universitario es bastante tenso no sólo para los líderes sino para el estudiantado en general. “Miedo, mucho miedo”, dice el agredido Daniel Araque en su Twitter cuando se dispone a regresar a casa la noche del jueves aporreado y “humillado”.
El día que llegaron las amenazas los de la brigada antidisturbios habían ingresado al campus para intentar dispersar una pequeña manifestación. Horas después, la Asamblea recibió la amenaza. “Es incómodo estar aquí”, “creemos que no hay garantías para dialogar sobre la reforma”, expresó Salinas días antes de los fuertes enfrentamientos el 31 de marzo. Ese día, Salinas y centenares de estudiantes debatían en el teatro una postura frente a la reforma nacional, y una más que la administración universitaria planea para que quienes se matriculen se gradúen más rápidamente.
“Quieren acabar con agentes de pensamiento crítico y actores políticos importantes de las universidades”, le dijo a este diario otro estudiante que pidió reservar su identidad. Para algunos, quienes permanecen más de seis años en las universidades públicas se dedican al trabajo político y militar de grupos ilegales como guerrillas. De ahí, y por los encapuchados que usan de manera ilegal explosivos en las universidades, las autoridades aseguran que las protestas son promovidas por rebeldes ilegales. “Notamos por las imágenes, por nuestra capacidad de inteligencia y de control, que había una estructura jerarquizada, de mando y control, que tiene todos los ingredientes para calificarla de terrorista”, aseguró al diario El Tiempo el general de la policía, Oscar Naranjo.
Sin embargo, otros sectores alertan sobre la presencia de paramilitares. “Las universidades no están exentas de presencia ilegal, eso está claro; sin embargo, es preocupante cómo el proyecto paramilitar las viene infiltrando desde hacía tiempo y al respecto nadie se pronuncia”, le dijo a Página/12 la abogada Adriana Arboleda de la Corporación Jurídica Libertad. En universidades como la UIS de Bucaramanga, recuerda Arboleda, se comprobó la infiltración y las escuchas ilegales realizadas por la agencia de inteligencia estatal DAS a profesores y estudiantes. El DAS es hoy una de las más cuestionadas instituciones del gobierno por perseguir ilegalmente a defensores de derechos humanos, periodistas y magistrados.
Algunos creen que en la revuelta del 31 de marzo había, además de ilegales, paras y guerrillas, infiltrados de agencias estatales. “Nos tomaban fotos; los mismo policías sin recato nos grabaron los rostros; un compañero detenido fue llevado a la Dijín (inteligencia de la policía) y fotografiado”, asegura un estudiante de la Universidad de Antioquia que participó, con piedras en mano, de la lucha. Unos tres mil estudiantes se defendían con piedras de los disparos de gases, balines y chorros de agua que el Escuadrón desató a las tres de la tarde, instantes después de que hombres encapuchados explotaron bombas molotov en la plazoleta del campus universitario.

Foto de Sergio González

lunes, 9 de mayo de 2011

Amazonas en el objetivo


Para acompañar sus fotos -logradas en un taller de la FNPI en Amazonas- David Estrada necesitó unas letras. Me di a la tarea de viajar a ese paraíso en las imágenes que, una a una, vivas y sensibles, me sacaron de la urbe estruendosa que eran mi barrio (Centro) y mi ciudad (Medellín) por esos días (diciembre). Meses después, fotos y textos fueron publicados en el diario español El Correo de Andalucía


Desde el cielo, el Amazonas luce como el corazón latino. La imponente selva se levanta sobre nueve países de la América del Sur. Es mítica, ardiente, verde y multicultural. Allí la vida es diversa y rica, y se alimenta del río más caudaloso y largo del mundo, también Amazonas. Este enorme bosque tropical es habitado por miles de especies de aves, millones de insectos y anfibios, particulares mamíferos como el jaguar, serpientes de ocho metros de largo (anacondas) y seres fascinantes como el delfín rosado.


Ahí, al este de la cordillera de los Andes y al oeste del Océano Atlántico, la vegetación es todavía más exótica. La Victoria Amazónica es muestra de ello. Sus hojas de hasta un metro de longitud lucen prodigiosas en las numerosas lagunas que forman el río y sus afluentes entre bosques y manglares. Son innumerables las especies vegetales, pero se sabe que el 20% de la fauna y la flora del mundo están reunidas en la Amazonía.
Con tal compañía, una tribu de indígenas sobrevive en la espesura de la selva. Se les atribuyen unas cinco lenguas oficiales y algunas independientes. La tupí es la más común. También están la lengua Ye o gê, la Caribe, la Arawak y las lenguas Pano Tacanas. Entre sus pobladores, el castellano se escucha por doquier, sobretodo entre tikunas. 
Conquistados por los españoles, los tikunas resistieron hasta la masacre. Ahora tan sólo hay 27.000 de ellos repartidos en tres países: Colombia, Perú y Brasil. Sus pieles marrones y teñidas de huito los hacen llamar "pieles negras". La pintura proviene del extracto de un fruto que también se conoce como jagua. Tatuajes temporales se observan en rostros y manos de los indígenas que los usan, además de estéticamente, como medio de subsistencia.

Por su virginidad y belleza, la Amazonía atrae multitud de turistas a lo largo del año. Muchas de las costumbres tikunas como bailes, artesanías y el huito mismo dejan de reproducirse como legado cultural y se insertan en la cadena de supervivencia. Aprender los cantos de la voz de una anciana indígena, por ejemplo, forma parte más de la vida económica que de la herencia identitaria.
Hoy por hoy es posible ver a los otrora guerreros de lanza y taparrabo con dólares en mano y usando un celular. De ahí que los tres mundos que habitan el imaginario tikuna estén cada vez más desdibujados. En el primero, el superior, existen seres similares a los humanos, las almas del mitológico Tae y los reyes buitres. El mundo inferior es dedicado al agua donde habitan extraños hombres con defectos como ceguera o enanismo junto a demonios. El tercer mundo es el intermedio, visto por los tikunas como la superficie de la tierra donde, además de humanos, hay en abundancia demonios.
La mezcla de costumbres y culturas hoy nos muestra otra cara de la diversidad amazónica. Junto a las tradicionales alabanzas al sol se escuchan oratorias evangelistas. Después del catolicismo que trajo Colón, los indígenas son conquistados por nuevas religiones. En pequeñas poblaciones como Macedonia (Colombia), los tikunas se reúnen dos veces por semana en un humilde templo donde se imparten leyes como la prohibición de fumar y habitar el lugar si no se es adepto al evangelismo.


La modernidad, en su medida, ha alcanzado los rincones amazónicos en sencillas embarcaciones donde también se mueven las mercancías calientes: armas y cocaína. En Amazonas, además, se viven los flagelos de cualquier país latino: hambre, pobreza y narcotráfico. Los lugareños están destinados a subsistir con la pesca y el comercio; los cultivos de arroz y plátano apenas dan para alimentar a los escasos habitantes; y el turismo, aunque cada vez aumenta, es aún reducido.
Dinero fácil también es una opción para algunos que, en la oscuridad de la selva, encuentran un cómplice. La triple frontera entre Colombia, Brasil y Perú es corredor estratégico para guerrilleros, mafiosos y militares de toda clase que sacan provecho al escaso control policial que se ocupa de requisar mercancías hasta la llegada de la noche. No son extraños los homicidios por ajustes de cuentas en lugares como Tabatinga en Brasil, íntimamente relacionado con el puerto de Leticia.
Leticia es la capital del departamento de Amazonas en Colombia. En este país, Amazonía es la zona menos poblada, tal como ocurre en Perú, donde se ubica el área con menos población humana. En el territorio colombiano, este bosque tropical corresponde al 42% del país. Aquí no solo el Amazonas colma de agua la región. Los ríos Caquetá, Putumayo, Guaviare, Apaporis y Vaupés también se dibujan serpenteando por el mapa amazónico colombiano que tiene su diminuto punto urbano en Leticia. Fue aquí donde, por primera vez, un hombre europeo tuvo contacto con un hombre tikuna. Francisco de Orellana lo logró gracias a que fue también el primer no aborigen en explorar el río Amazonas.
Un año le tomó recorrer el río más largo del mundo desde Cuzco, Perú hasta llegar a las aguas del océano Atlántico, pasando por Ecuador. Hoy el río es vida y muerte para los indígenas que habitan la Amazonía. Al amanecer, las mujeres van hasta su orilla para lavar y conversar. Resfrescándose de las altas temperaturas que duran todo el año, y esperando que sus maridos regresen de la pesca, las madres enseñan a sus hijas todo sobre la vida sumergidas en el Amazonas.
Niños y jóvenes hallan su refugio, sus juegos y hasta su hombría también en estas aguas tibias que, junto a la exuberante vegetación, proporcionan oxígeno al planeta entero. Débil como éste por la devastadora mano del hombre sobre la naturaleza, el Amazonas sobrevive cada día. La vida brota en cada rincón y los peligros aparecen también indistintamente. Salvaje y tierna, fuerte y frágil, virginal y demoniaca, sudaca y universal, Amazonía palpita desde el corazón latino.

jueves, 28 de abril de 2011

Circo de locos

Conocí un circo de locos. Llegué, primero, al hospital psiquiátrico más grande de Buenos Aires. Después, al Frente de Artistas; y, tras horas de merodear el manicomonio, repartir cigarrillos entre los pacientes y tocar sin éxito la puerta del director, me topé el taller de circo. Tenía la tarea de construir un relato para el curso Reportajes con Jon Lee Anderson, quien nos esperaba -a diez periodistas sudacas que volamos a Argentina para aprender de lo suyo- con escenas en mano, entrevistas a transcribir e ideas a defender. Como buena terca, no me fui del hospital así La Radio Colifata estuviese cerrada; tenía que atrapar una historia y esta fue la que logré gracias a la gentileza de Circo Manija y el Frente de Artistas del Borda. 




I


Es una sirena. Está en el agua, sumergido en el océano tibio meneando la cola. “Una sirena varón”, aclara. Y está en el trapecio, agarrado de pies y manos a la cuerda con los tobillos arriba, la cabeza al piso y el torso encorvado. Éver se prepara para la función del viernes. ¿Sirena de río o sirena de mar?, preguntó a la coordinadora del circo cuando le pidió la posición del arco. “La que vos querás”, fue la respuesta. “Quiero ir al mar”, dice Éver con los ojos cerrados enredado en el único columpio del manicomio. Está en el mar y está en el Hospital Neuropsiquiátrico José Tiburcio Borda, en Buenos Aires, Argentina.

Con cincuenta años, una barba pobre, ojos chinos, metro y medio de estatura, gorro de lana, piel trigueña y sonrisa inocente, este boliviano es ahora trapecista. Circo Manija es su compañía y Laura Tugentman su coordinadora. Esta tarde, mientras Éver ve la arena del Caribe, Dani corre sobre un rodillo, Víctor trepa por la tela, Cristian juega con los aros, y Pablo, sin dejar de mirarla, desliza una pelota roja por sus brazos largos y flacos. También está Maxi, que tiembla y se ve inquieto pero concentrado en su entrenamiento. “Un, dos, tres, cuatrooooooo”, repite para conseguir el malabar con tres pelotitas: blanca, azul y roja. Cuando lo logra, abre la boca y como del estómago le sale una carcajada honda. Entonces, enseña sus dientes negros y podridos.

Es el galpón del Frente de Artistas del Borda, un salón amplio, ocupado por pinturas, graffitis, maniquíes, pinceles, pelucas, balones, tambores, propaganda política por la desmanicomialización, fotos y películas, libros, lienzos. Atrás, queda el pabellón 74, donde los internos aprenden computación; a un costado está la torre de agua, y diagonal, el patio de Radio La Colifata, grupo de comunicadores e internos que realizan radio en vivo cada sábado.

Esta tarde, cuando la primavera trae un viento fresco y el sol pega suave en las ventanas de este salón, hay unas treinta personas reunidas. Algunos son pacientes internados, otros solo van de día; unos esquizofrénicos y otros bipolares; algunos, como Lili, tan solo dormidos. La mujer babea acostada sobre una cama redonda, brillante y color violeta que le da al lugar ese aire de burlesque. Los chicos del Frente de Artistas no saben cuál fue la dosis de medicina de Lili –es tarea del enfermero- pero aseguran con tristeza que la ven sobremedicada y que en el galpón casi nunca está despierta. Pero está limpia, le huele bien el cabello, sus zapatos no están rotos, tiene sostén, la piel sin heridas, trae una chaqueta en perfecto estado y sus dos calcetines son iguales, aunque ella no se entere.

En el ala derecha, donde el equipo de pacientes y artistas recordaba su última experiencia al salir del hospital para presentar el show, hay una mesa alargada y, en el medio, la yerba mate marca Cruz de Malta, una pava con agua caliente, vasos y bombillas. Alrededor están los que por primera vez se acercaron al taller de circo. Esteban, otro enfermo mental, se sirve mate y fuma cigarrillo. Dice que está cansado cuando lo invitan a moverse. Se toma una mano con la otra y las pone entre sus piernas; agacha la cabeza sin bajar la mirada; mueve sus ojos desesperado y habla solo. Laura y Fernando, el psicólogo del taller de circo, le insisten para que se integre. El chico se va pero antes, como es común en este manicomio, pide cigarrillos.









II


Hace dos años, Fernando y Laura se unieron a un centenar de músicos, dibujantes, radialistas, bailarines, malabaristas, psicólogos, poetas, fotógrafos y pintores que, con la consigna de desmanicomializar este hospital y devolver la dignidad a los enfermos mentales, ofrecen once talleres artísticos a los que, como Éver, viven otras realidades. Sobre todo, los convocan el abandono, la soledad, el descuido en sus ropas y, más allá, su interior. Si sos paciente del Borda, no tenés carné de identidad ni reloj. Quién eres y la noción del tiempo se pierden en un lugar como este, reverdecido pero triste; que huele a orines, a mierda en los prados al calor del sol, a cigarrillo en los ascensores y a alcohol en la oficina del director. En esta manzana amplia viven, separados en bloques blancos y grises, los locos asesinos, los locos sidosos, los locos peligrosos y los locos normales. Algunos de los que no están amarrados cruzan la malla en las madrugadas para encontrarse con las residentes del edificio del frente -Hospital Braulio Moyano-, el psiquiátrico de mujeres. Qué hacen los pacientes en sus supuestos encuentros nocturnos no es tema de conversación en el Frente de Artistas, que poco se fija en las morbosidades de la enfermedad mental.

A cambio de su trabajo cultural y político, del Hospital, la Municipalidad y el gobierno argentino, el Frente recibe cero pesos. Por eso lo llaman resistencia. Tras terminarse la última dictadura argentina, en 1983, Alberto Sava fundó este colectivo. Ese año el nuevo gobierno de la Argentina lo invitó a construir una propuesta de desmanicomializar el país, empezando por Buenos Aires. Hoy 10 de las 24 provincias argentinas no tienen manicomios, pero la capital sí. Alfredo lo cuenta desde la sede del Frente de Artistas del Borda, unos cinco metros cuadrados tras una puerta que amigos de Consulta Externa les cedieron a los artistas hace diez años. Pinturas logradas en sus talleres, comunicados que critican el centro cultural del hospital por estar en manos de siquiatras y no de artistas, papeles y mesas amontonadas junto a la cafetera, se ven en el estrecho lugar. Ahí, de mañana a noche, Alberto pasa sus días coordinando un equipo al que no puede pagarle pero sí comprometer.


Calvo y canoso, Alberto luce convincente cuando recuerda la primera experiencia, en la Europa del siglo pasado, que abolió los manicomios como lugares para recuperar la salud mental. “Es un deterioro mayor estar acá, la comida es mala, la atención a la salud física peor, la higiene es deprimente”, explica enérgicamente, sacudiendo la mano. Esto es, en términos suyos, acabar con la violación al derecho a la libertad de los sufrientes mentales, que reciban atención, sí, pero integral, y que en casos de crisis pasen por el internado pero no de por vida, como hoy por hoy, sucede en el Borda.

Carlos Moretti, que estuvo dos años internado en este hospital y se recuperó gracias al taller de pintura, puede contarlo muy bien. Tiene 66 años, una cadena amarrada al cinto para no perder las llaves, y unos ojos brotados que se destacan en su cara diminuta y entre su cuerpo pequeño y delgado. Por razones que no quiere recordar, el hombre llegó al siquiátrico. “Tuve mis ventajas, porque nunca me fui de la realidad y fue por eso que pude ver las violaciones a los pacientes, el maltrato físico, cuando los amarran a las camas por protestar”, cuenta el señor, ahora coordinador del taller de pintura. Lo más horrible de su vida lo vio y vivió aquí, tercer piso, pabellón 17, año 2000.

En la esquina Norte, a un costado del pabellón penitenciario donde están detenidos los locos criminales, queda la morgue. Los muros son grises y, como casi todas las paredes de los 17 pabellones construidos hace 150 años, están sucios y deteriorados. “Ahí llevamos a los viejos a que se mueren, que no son pocos, eh, y los guardamos en la nevera, por supuesto sin ropa; esperamos ubicar un pariente y si no aparece no hay cristiana sepultura, solo se entierra donde se pueda”, dice Paco, jefe enfermero barrigón, con bata blanca y bluyín roto, que lleva 25 años en el Borda, y repite sin parar que su mente está bien, está bien, está bien.

“Si yo quiero hacer pis, puedo ir al baño; ellos no, aunque lo tengan al lado, ellos no están bien, su mente no está bien, la mía… perfecta”, comenta sonriendo y señalando internos por los pasillos fríos. Mira, con unas arrugas, unas ojeras profundas y algo de desprecio, a todos los pacientes que le pasan por el lado. Enfermero quiso ser porque como cocinero se le terminó el contrato cuando empezó a concesionarse a los privados. ¿Qué hacés, Paco? Le dicen médicos y administrativos al pasar. Paco responde con alegría, pero el gesto le cambia cuando se asoma un paciente.





III

Un chico arrastra los pies; tiene cresta, lágrimas, mirada a cualquier lugar; la ropa sucia y rota, y un olor que provoca náuseas. Paco se tapa la boca y la nariz y comenta que los drogadictos también son huéspedes del Borda. En el taller de circo, al otro lado del Hospital, poco saben de la enfermedad de cada quien. “No nos interesa; los rótulos nos dañan. Les ofrecemos estos talleres porque creemos que como cualquier persona merecen vivir mejor, y no nos fijamos en si sos maniaco o qué, porque precisamente estamos devolviendo a cada uno su subjetividad, su valor”, explica Fernando Stivala, licenciado en piscología que engrosa la lista de miles de voluntarios que por 26 años han pasado por el Frente.

Laura, su compañera, pedalea todos los martes por las calles de Buenos Aires hasta llegar a Constitución, la estación de trenes que está a cinco cuadras del Hospital Borda. Ahí, donde los rostros ya nos son blancos ni los pelos rubios, la actriz hace una parada. Breve, eso sí, porque no es lugar seguro, menos para los locos que, cuando se saltan los muros del siquiátrico más importante de Buenos Aires, llegan a la tumultosa estación a comprar celulares y radios y, dice Paco, también sexo. A eso, Laura no le teme; le molesta que abusen de los pacientes para venderles cuanta cosa ocurre, pero celebra que salgan del hospital. Hoy llega al Borda a la una de la tarde. Trae la buena noticia de que el fin de semana, en las afueras de Buenos Aires, participarán de una convención circense. 

Tiempos de Máquina es la obra que preparan cuidadosa y amorosamente como un equipo. Laura se ocupa de perfeccionar la sirena en el cuerpo de Éver; Fernando coordina el circuito, un ejercicio para calentar que después presentan como primera escena. Todos en círculos se tiran pelotas, primero uno, al final diez; después, se lanzan pastillas; todo es mecánico “porque así es su vida acá, levantarse, comer, tomar la droga, fumar y dormir”, dice Laura, mujer de treinta años que, para ganarse la vida, es actriz y profesora. Como todos los del Frente, este es su segundo trabajo sin intercambio económico pero sí artístico y político. Su postura, claramente, es de denuncia frente a lo que consideran violaciones a los derechos humanos de los sufrientes mentales en los manicomios.

Lo más importante, destacan todos al contar su historia, es salir a la calle. Marcelo se muere de ganas. “Llévame, llévame”, dice llorando y golpeando la puerta. “Abrime, abrime”, le pide al grupo que, dentro del galpón, discute la logística para la salida. La de Marcelo es una enfermedad irreversible. No dicen cuál, pero sí apretan los labios mostrándose preocupados. Es blanco, treinta años, pantalón mojado, olor a orín, camisa desabrochada y dientes sucios. Quiere atravesar los muros del Borja pero no tiene permiso.

Quién consigue las firmas, qué enfermero irá con ellos, lo resuelven tomando mate y entre locos y cuerdos. Para organizarse, el Frente se reúne dos veces al mes en Asamblea. Víctor, estrella del show con las telas, opina aunque no se le entiende. “Repetí, Víctor”, le dice el psicólogo sin afanes. El lenguaje, por los años de encierro y soledad, lo perdió antes de conocer el arte. Ahora habla también en el taller de teatro, asiste al de música y quiere siempre salir. Recorre Capital Federal y Mar del Plata de la mano de los artistas, se le ve en los boliches en las fotos de facebook pelando la sonrisa mueca y feliz. Circo Manija se presenta en el Circo del Aire. Perú 856. San Telmo, dice el afiche a la entrada del galpón. No olviden llevar toallas, ropa, jabón, celular los que tienen, pide Laura en voz alta. Éver, que la escucha desde el columpio, regresa del mar para gritar cigarrrrrrrrillos, no olviden los cigarrillos. Y abandona lo que fue su cola volviendo los pies a la tierra.


Texto publicado en www.lavidaafuera.comBlog de la Revista Universidad de Antioquia

jueves, 24 de marzo de 2011

Después de la guerra / Diomedes Osorio


Recuerdo breve e intenso de un libertario que de desyerbar sus tierras en el campo pasó, gracias a que pisó una mina antipersona, a la oscuridad de sus ojos y el frenesí de las ciudades. 


Por Katalina Vásquez Guzmán
Fotografía: David Estrada L.


Diomedes me mira y ella, pequeñita, se mueve en mi vientre. Entonces, Diomedes me toca y yo lo miro. Veo unas gafas oscuras en vez de ojos. Después del saludo vamos a la mesa. Diomedes me dicta y yo, de ocho meses de embarazo, estiro los pies mientras escribo tan rápido como aprendí en las máquinas del Cefa. Agradezco los cursos de bachiller comercial y tecleo sin mirar. Lo observo y lo escucho. Me paro cada tanto y le hago señas al fotógrafo a ver si tiene afán. Otra vez Diomedes, no sé cómo, me mira, y yo siento su mirada; también mi bebé que brinca en mi alboroto. 


Diomedes me cuenta lo último que vio: un machete, un paisaje verde, un cielo claro, unas piedras grises, unos familiares y una maleza. Esas palabras con unos gestos y una voz quebrada me hacen erizar; también la bebé parece emocionada. Todos nos tensionamos y yo siento una rabia que deja de subir cuando un par de galletas llegan a la mesa. Diomedes, no sé cómo, las ve venir y agradece. Mastico. La bebé patea. Pienso que le gustan la presencia de Diomedes y las saltín. Con él estoy cada semana y galletas como al amanecer cuando la pequeña o el pensamiento extraviado no me dejan dormir. 


Diomedes me cuenta sus aventuras y mis oídos y manos dan forma a sus recuerdos. La niña escucha, me da la impresión, atentamente. El libro, el de víctimas de minas, está próximo a salir y es tarea de los dos. Él es el escritor y yo la escribana. Nunca se lo digo, pero me ayuda y me honra serlo. Allí donde pise aún crece la hierba proponen para título. A él no se lo cuento pero creo que, sincero como es, diría que no le gusta. Con naturalidad y honradez, en esos encuentros Diomedes me enseña lo que son la yerba, desyerbar, rozar, cultivar, andareguiar, irse, volver, ver, no ver más, esconderse, salir, nacer y renacer. Por eso creo que, aunque broten hierbitas en ese campo minado que lo encegueció, no pueden ser más que maleza.  


Diomedes me despide. El de las fotos prende un cigarrillo. Quedamos en llamarnos. El libro no sale. La bebé nace; cumple seis meses. Hay fiesta del libro. Llaman a Diomedes. Lo traen a Medellín. Se sienta de principal. Cuenta su historia. Sale del auditorio y, como antes, yo siento que me mira. Lo entrevistan los medios. Queremos hablar y no se puede mucho. Tomo su teléfono. Pierdo su teléfono. Atrapo su recuerdo. Recuerdo su voz, su acento apaisado, su hablar sereno, su tenaz testimonio, su noble novia, su edad, su estatura, su dirección en Medellín y quiero visitarlo, presentarle mi pequeña y hablar sinceramente de la vida.