Un puñado de palabras que pintan, escena por escena, a Medellín, dice la Revista Nan sobre este artículo publicado en su más reciente edición en Buenos Aires, Argentina. Crónica también visual con el ojo de David Estrada L. Empieza en página 12.
Atenerse a ver
lo imposible es recomendable para mirar Medellín: terca esperanza entre la
tenaz violencia. Su imagen, tan manoseada, confunde y encanta. Reponiéndose de
épocas oscuras por la fuerza de la guerra, esta ciudad vuelve los esfuerzos a
la educación y la cultura. Bueno, un sector. Porque la mafia continúa
engordando y los jóvenes, cayendo. Los sobrevivientes, pues, resisten. Se
extorsiona. Se amenaza. Se anuncia un concierto de Madonna. Se asesina un
rapero más —ya suman siete— y una delegación de Brasil la visita para aprender
de la superación en ciudades tercermundistas. Todo bajo un sol tibiecito que
acaricia, de enero a diciembre, ese valle verde-gris-rojo que huele a café
colombiano, marihuana y plomo.
Es abril de
2012. Se dice que hay cinco mil sicarios en la cuna de Pablo Escobar (el más
poderoso jefe de la mafia narcotraficante en la historia de Colombia, asesinado
por la policía en 1993). La oficialidad enoja, abanica las cifras de inversión
social: cupos universitarios, empleo, colegios construidos, escuelas de música.
“Otros” —siempre hay que distinguir entre unos y otros si se habla de Medellín—
cantan, pasean sus tambores y pintan graffitis para rechazar violencias y
ahuyentar olvidos. Sus madres y vecinas son desterradas del campo, o sus
padres, desaparecidos. O sus amigos, asesinados, o sus tíos se enfilaron.
Varias de las anteriores. O todas las anteriores. Aquellos otros les dan
lecciones de timbal o hip hop a los niños de sus barrios con la esperanza de
arrebatar soldados a la guerra urbana. Resistencia civil, dirán algunos. Coraje
y terquedad, sentenciarán otros. También son excusa la internet, la fotografía,
el origami, el video, el reciclaje. Lo que sea para distraer las mentes
infantiles de la televisión nacional que reproduce una y otra vez novelas de
capos, capos, putas, putas, sangre, sangre, sexo, sexo.
Pero, aún sin
tele, la acción continúa. Unos “otros”, paramilitares, milicianos o simplemente
“pillos” que toman los barrios más pobres para extorsionar y vender droga, ni
opinan. Disparan. Y el taque-taque de los fusiles interrumpe la lección de
facebook. Se mezcla con el muack-muack de la dinámica de besos.
Besar y
abrazar hace parte de ser paisa, aquel que nació o se crió en Medellín y
Antioquia —capital y departamento respectivamente—. Paisa es sinónimo de
persona sonriente, generosa, de buen humor, exagerada, a veces religiosa y
devota de la Virgen, siempre trabajadora, emprendedora; de hombres y mujeres
que disfrutan de bañarse a diario y levantarse a las cinco de la mañana para
ganarse un mínimo salario mínimo, que inventa rifas de ollas y licuadoras para
ajustar el mercado de una familia de diez.
Porque familia
paisa tiene seis hijos en adelante; ojalá uno sacerdote, por lo general
uno gay —qué duro le toca en esta sociedad conservadora— y sin falta la
mujer-loca-liberal que abandona la cocina y va a la universidad. Es también una
señora que vende Chiclets Adams en un semáforo del centro, entierra a su hijo a
la mañana y se va a trabajar la misma tarde para ganar el dólar que le alcanza
para el bus, una papa y arroz.
Pero ser paisa
también es muerte y dolor. Simboliza comandante paramilitar que conquistó la
costa pacífica para sacar coca y entrar armas, el norte para lavar dinero por
los puertos del Caribe, y los llanos orientales para sembrar la hoja en límites
con Venezuela. También representa a la clase dirigente que acaba de dejar la
presidencia y con ella un sumario de investigaciones en fiscalía por asesinar
campesinos y pasarlos como guerrilleros —ejecuciones extrajudiciales—,
interceptar y perseguir ilegalmente a la oposición y la izquierda; robar
organizadamente los subsidios del agro a los campesinos para entregarlo a los
ricos y elegir congresistas con dineros paramilitares.
Paisa es
futbolero orgulloso de Atlético Nacional y Deportivo Independiente Medellín,
que llora por Andrés Escobar (asesinado en 1994 por un fanático que lo increpó
por haber cometido un gol en contra en el campeonato mundial de ese año) y no
se pierde al “Chicho” Serna y su show televisivo, domingo tras domingo. Aquel
que vive en las lomas más flamantes de El Poblado o en los morros más hacinados
de oriente y occidente sabe a qué suena el estadio una tarde de clásico
verde-rojo. Aquel que habita la Comuna 13, en cambio, reconoce el tronar de una
pistola o de una ametralladora de helicóptero. Hasta los niños de allí sabrán
distinguir el
taque-taque del revólver, el plin-plin del fusil, el
tas-tas del Smith and Wesson, el pum-pum del Ak-47. Todos arrullan las noches
en las comunas no céntricas. Y, entonces, el miedo. Bala perdida. O bala
dirigida. Muchachos inocentes y niños diminutos a la morgue municipal. Madres
que denuncian tombos o combos, “todos cómplices mataron a mi
muchachito”. Son mujeres que, en menos de un año, caen al asfalto.
Fabricia
Córdoba (la prima de la exsenadora Piedad Córdoba), por poner un ejemplo,
chilló por su pequeño acribillado por la Policía. Alzaba la voz en tiempos del
escándalo porque otros, también policías, habían asesinado y tirado al río a
dos chicas. Ese mismo año otros policías desaparecieron a tres mujeres jóvenes.
A Fabricia la asesinaron en junio de 2011. El mural en su memoria está frente a
la nueva sede de Hewlett Packard. Ruta N. Parque de los Deseos. Parque Explora.
Carabobo Norte. Todos mobiliarios de esa “otra” Medellín: cuna de negocios,
meca del turismo, ejemplo de social-gobierno-educativo. Espectaculares
bibliotecas y escaleras eléctricas entre las casas más pobres y las esquinas
más “calientes”. Desde allí, el metrocable o teleférico te acerca a los barrios
alejados y empinados.
Miles de
millones de dólares se gastan en ladrillos y becas para, nuevamente, mermar las
filas de los bandos oscuros. Los pobres, sin embargo, pobres están. El
desempleo no mejora y la Oficina de Envigado, una de las redes criminales con
más poder en el país, ofrece pagos por cuidar esquinas. Sí hay hambre en
Medellín. Y también hermosos jardines infantiles para aquellos niños
hambrientos que, al llegar a casa, tienen la nevera y el estómago vacíos.
Además, o
sobre todo, la justicia no funciona. Ni el caso de Fabricia ni las niñas del
río ni su hijo ni el homicidio de los raperos ni las fosas comunes en la comuna
13; nada ha sido esclarecido por jueces o fiscales. Los capos siguen sueltos,
la corrupción campea, y el padre del Alcalde permanece en la cárcel porque se
lo acusa de paramilitar.
La noche: la droga
Ante todo,
dicen los jóvenes nacidos en los ochenta de Escobar, la vida y la dignidad. Son
estos “otros” jóvenes, los que echan mano de la música para negar la condena de
un país en guerra, de una ciudad que hierve. Para no ser sicarios se vuelven mc's
(raperos) o bboy's (bailarines de break dance), DJ's o
graffiteros; no les gusta la cocaína —ni venderla ni aspirarla- sino el famoso
aguardiente; y en la hora del amor distan de la rubia-silicona-cerebro vacío—
típica novia de mafioso y más bien eligen entre universitarias o al menos
escolares.
Sin embargo,
Medellín huele a hierba un viernes por la noche. Con la oscuridad se dan el
placer, el crimen y el pecado. Muchos jíbaros y patrones en este valle
luminoso. Pillos y consumidores están reunidos en el centro de la ciudad.
Parque del Periodista. Se suma gente que no consume, pero tolera: cinco bares
estrechos en una calle, un andén para sentarse, unos árboles enfermos y una
escultura que recuerda a los niños asesinados por el Ejército en el barrio
Villatina. Cuánto humo. Se vende y fuma marihuana abiertamente. Teo extiende la
mano y alza la voz: “Armaos, armaos”. La primera mujer del oficio llega
al lugar. Viste tenis grandes, jean amplio, campera negra ancha y grandes
bolsillos de donde salen los armaos. Teo ni la mira ni le dice
“mamacita”. No es competencia para él, el más viejo de los jíbaros del
lugar, sobreviviente a las matazones de colegas recurrentes en cualquier
plaza de vicio al renovarse los mandos.
—¿Cómo has
hecho para quedarte y quedarte?
—No doy
entrevistas (sonríe). Yo no hablo. Por eso estoy vivo.
Luego, suelta
la clave: "Sé abrirme cuando toca. Sé volver cuando es tiempo. Y, lo más
importante, nunca he querido ser patrón. Al patrón es al primero que pelan. ¿No?
Ahhhhhh. Es cuestión de meter lógica. Con permiso, estoy trabajando".
Mil quinientos
pesos, menos de un dólar, sale cada bareto en este parque, donde los sí
patrones prohíben fumar hierba propia. Si te ven rascando y pegando uno,
primero te advierten; después, te sacan con el método delincuencial más tierno
de la ciudad. Sin balas. Solo patadas y golpes con tablas, el mismo que emplean
para los cartoneros que se ponen pesados o a quienes el viaje de ácidos o la
mezcla de droga y licor deja en pánico.
La regla es,
incluso para los visitantes, estarse callados. Lo saben bien los bartender
cuarentones de la salsa y el rock. Cocaína y algo más también se consigue aquí,
lugar no prohibido donde en ocasiones aterrizan motos de policía sacando a
todos sin detener a nadie. Entonces, los otrora hippies que conquistaron
el espacio hace treinta años para la libertad, discuten la ley con la policía
y, Teo, repitiendo la regla, aprovecha el desorden y se acomoda la gorra en su
cabeza diminuta para pasar a la esquina. Se va para su casa lejos de la
planicie, sigue la fiesta y como buen paisa sale al trabajo al otro día:
rostro pálido que no ve el sol, dos dientes faltantes en la delantera, bigote
pobretón, pantalón caído, y armaos, armaos y más armaos.
El día: el hip hop
La Comuna 13
es un puñado de quebradas que pasan entre cerros, todos pegaditos, repletos de
casas y Ejército, de niños por todos lados y de obras grandotas como escaleras
eléctricas, teleféricos y edificios culturales que deben registrar muy bien los
satélites. Ahí coladas hay 11 bases militares, instaladas después de la confrontación
urbana armada más tremenda en la historia de Colombia, Operación Orión,
sucedida en 2002. C15 —un grupo de rap— es un buen hijo de esos años. “De lo
malo sacamos lo bueno”, dice la simple “filosofía” local para resistir
tantísimas pérdidas y dolor. En medio de las balas, C15 alza la mirada y
compone canciones al cielo, al amor, a los niños y a la memoria de su líder
asesinado, Kolacho. Estos sobrevivientes ensayan semana a semana en una casa
cálida ubicada en la quebrada El Salado.
Por allá, subiendo
un loma, pasando una cancha, cruzando una iglesia, trepando unas escaleras está
la casa de Jeison, ese muchacho fortachón que lidera el grupo y que sale en la
tele sacando la voz y la cara para decir “los jóvenes en Medellín no somos solo
sicarios; la Comuna 13 tiene más cosas para dar además que lo malo; queremos
cantar, queremos vivir”. Esta tarde, Jeihhco, como se hace llamar, está en la
terraza de su casa mirando a su hijo Juanda saltar en un colchón; toma cerveza,
hace calor. Recuerda que su familia llegó al barrio cuando era un tierrero y
nada más. Recuerdo y recuerdos hasta cuando “a mí el rap me salvó, sí”, dice
este rapero y gestor cultural que, además de cantar organiza el Festival
Revolución Sin Muertos donde esta “otra” Medellín toma el micrófono para
protestar contra la guerra.
“No olvidar”
es una de sus consignas porque, de tanto engordar las cifras, los ausentes se
van convirtiendo en números. El año pasado 224 de los 1650 homicidios ocurridos
en Medellín ocurrieron en el lugar donde vive y lucha. C15 y Jeihhco no ocultan
la cifra. La dignifican y trabajan, además, en visibilizar otros aspectos: la
vida misma. Por eso armó el Graffitour, un viaje que comparte con el artista
plástico “El Perro” para conocer la historia de la trece desde ese arte.
Estos chicos
sí creen en soñar y se alimentan de los sueños. “Que los parceros del parche
(una especie de círculo de amigos cerrado en torno del rap) —y él mismo— puedan
trabajar en el hip hop”, dice el generoso Jeihhco como uno de sus mayores
deseos. Es un bonachón de grandes proporciones que abraza con fuerza y hasta
llena de bondad a Pablo Escobar. Al capo, lo personificó en una obra de teatro
revistiéndolo de la decencia de la que nunca gozó. Se presentó en Bogotá y en
Medellín y, con ello y la música y las entrevistas y los talleres, va logrando
un lugar en la palabra pública que comienza a entender un discurso bastante
raro en el Medellín de Pablo: No matarás. Amarás.
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