Para optar a un cupo en taller reportajes con Jon Lee Anderson en octubre de 2010, escribí una autobiografía exponiendo mi motivación. Una escena enterrada en mi corazón, de febrero de este año, me ayudó a explicar porqué quiero reportear la Medellín que amo, su guerra, sus muertos, sus sobrevivientes y, sobretodo, la vida, la resistencia. Aquí el primer párrafo y unas frases sueltas de lo que escribí entonces y lo que podría ser el inicio de mi reportaje.
Frío, envuelto en plástico blanco, tieso sobre una camilla con gotas de sangre y tierra. El pequeño de seis años llegó hasta la morgue cargado por dos mujeres. Las ojerosas, como les llama el vigilante, piensan en sus propios hijos al tomarlo de los pies y abandonarlo junto a otro muerto. No lloran, porque la diaria costumbre de recoger y descargar cadáveres les amelló el corazón, pero encogen los labios y se tapan la cara como lamentándose. Yo, la periodista, no puedo esconder el dolor y la angustia de tener, de frente, al protagonista de la noticia del día: Niño muere víctima de la disputa entre “combos” en Medellín. Me retiro de la puerta, también ensangrentada y polvorienta, y le ruego al camarógrafo que no le grabe el rostro, que no intente descubrirlo, que no tome sus heridas.
El estruendo de su cuerpecito duro cayendo sobre el aluminio retumba en mi cabeza. Pienso, por un instante, que quizá está vivo. Lo deseo. Imagino a su madre enloquecida. Me parece escuchar las ráfagas del fusil que, desde niña, conocí en las calles de Bello y Medellín. Creo que todos los hombres que he visto morir, sus madres, huérfanos, viudas y desterrados, pasan por mi mente. Siento un dolor hondo y, como las ojerosas, apreto la boca conteniendo las lágrimas.
Muertos y desaparecidos vienen a mi mente la noche del 20 de febrero, cuando, sin ser mi primera vez frente a un cadáver, siento el hielo de la muerte en mis huesos y el pesar de la pérdida de la vida. La guerra y las víctimas hacen presencia en mi corazón de niña, en mi inquietud de estudiante universitaria, en mi vocación de periodista. Para sopesar la carga de nacer, crecer y vivir en la violenta y a la vez amorosa Medellín, me ocupo también de hablar de cultura. Dulce y dolorosamente, don Carlos, el aventurero; doña Amanda, la campesina; Carlina, la indígena; Amparo, la desplazada; me confían sus historias y sus duelos. Les hablo de la memoria y, esa madrugada cuando los forenses abren el cuerpecito del pequeño, oro por sus difuntos, celebro conocer los sobrevivientes y me alegro de elegir el periodismo como opción de ser ciudadana en un país con cincuenta décadas de violencia sin cesar.