jueves, 12 de agosto de 2010

Sobrevuelo




En julio, saliendo de la ciudad, metiéndome entre sus nubes largas de bordes redondos, a mí me gustó más Medellín y me tragué de ese paisaje verde y colorado.


Pude ver, primero, los muchos barrios de Belén sin separación alguna, uno seguido de otro y recorridos por buses coloridos. Más al occidente se distinguía poco porque, a las seis de la mañana, no estaba muy despejado. Viendo esos trazados bruscos, enormes canchas de tierra en Manrique, las piscinas fluorescentes del Estadio, el río cafecito claro, los cerros puntudos, los carros de un lado a otro, el cielo tierno y aclarando, me sentí como si, de niña, me asomara desde el techo al solar de mis abuelos. Desde allá uno veía, con la tranquilidad de un pueblo, la colcha extendida al lado, la chocolatera secándose al viento, un juguete viejo nadando en la quebradita, y se escuchaba la charla de las tías y la carrilera del vecino.


El ruido del helicóptero apagaba la voz de la ciudad, pero yo me imaginaba las primeras bocinas del día, una ambulancia por la Oriental, el susurro del Río Medellín, los timbres en los colegios, los campanazos en las iglesias y uno que otro tiro de revólver, fusil o minussi.


En el minuto cinco, pasé sobre la ciudad universitaria y me imaginé allá adentro; me vi muy pispa recibiendo el sol tibio bajo las ramas de un árbol de mango bicentenario.


Y ahí mismo estábamos por la zona norte. El paisaje era más denso y, si hubiera tenido un contador de ladrillos naranjados, la aguja se habría reventado. Señalaba los barrios mentalmente y apenas fuimos volteando como hacia Guarne, encontré unas tierras inimaginadas. Unas mesetas de tierra amarrilla, billares, barrancos y casas pobres. Ahí, antes de terminarse Santo Domingo, mis ojos descubrieron porqué un peligroso sector de la comuna 1 se llama La Silla. Era la cima de Medellín, pero, hacia el norte, no era más que un rastrojo en voladero descolgándose por metros y metros hasta la autopista que lleva a Bogotá. El helicóptero tomó altura; yo volteé la cabeza para no perderme otro trozo de paisaje mientras buscaba, con nostalgia, el barrio y el coliseo donde crecí. Los vi. Entonces, supe que salíamos de Bello y busqué un lago grandote que visité a los diez años. Había morros de piedras y arena a su alrededor, y el agua, como verdosa con gris, se notaba mermada y, quién lo pensara, deprimida. Supuse que no quedaban peces salarines. Sentí pesar; la imagen me mostró que pasaron muchos años desde que fui una niña. Así es. Medellín tampoco es la misma de antes.

3 comentarios:

  1. Yo espero que sea muy activo, que sean muchas historias, porque es muy rico, de verdad muy rico, leer de tu amor por esta ciudad que mata.

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Marujalenguilarga y Jennyboquipintada

    ResponderEliminar